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Columna
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El partido más largo del mundo

Decir fútbol y Argentina es nombrar la gasolina y la pólvora

Julio Llamazares
Aficionados del Boca, en el hotel del equipo en Madrid.
Aficionados del Boca, en el hotel del equipo en Madrid.Kiko Huesca (EFE)

Hay un relato de Osvaldo Soriano, el autor argentino de novelas tan memorables como A sus plantas rendido un león o Triste, solitario y final, en el que se anticipaba ya literariamente el partido que este domingo se celebrará - si es que por fin se celebra - entre el River Plate y el Boca Juniors bonaerenses. El relato, incluido en un libro de cuentos de fútbol que coordinó y prologó el también argentino Jorge Valdano en los años noventa, se titula El penal más largo del mundo y narra la peripecia de dos equipos de pueblo que tienen que dirimir el resultado de su partido con un penalti pitado por el árbitro en el último minuto pero que no se acaba de lanzar por diversas circunstancias, entre ellas la agresión al colegiado por el jugador autor de la falta o un ataque epiléptico del mismo juez en la reanudación del partido suspendido al domingo siguiente. Entre unas cosas y otras, el partido se prolonga tanto como el que disputarán en Madrid el River y el Boca Juniors ante la imposibilidad, parece, de celebrarlo en Buenos Aires por el ambiente de guerra abierta que hay entre los aficionados de los dos equipos. Comenzó, en su primera entrega, teniendo que ser aplazado por una tormenta primaveral y terminó - en la segunda - por suspenderse su celebración ante las agresiones de aficionados del River Plate a jugadores del Boca Juniors, cuyo autobús fue apedreado cuando iba camino del estadio rival.

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Hasta aquí nada sorprendente habida cuenta de las pasiones que mueve el fútbol y del particular carácter de los argentinos, que hace que las vivan con más intensidad que los demás. Lo que ya resulta más sorprendente es que un partido que decidirá el campeón de clubes de fútbol de Sudamérica tenga lugar en Europa ¿No había otro país en Sudamérica donde poder celebrarlo en condiciones de seguridad y, sobre todo, ningún dirigente del fútbol de aquel continente ha reparado en la paradoja de que una competición que lleva el nombre de los Libertadores celebre su final en la capital del imperio contra el que se levantaron éstos? ¿Es que alguien se imagina que la final de la Copa inglesa de fútbol se celebrara en Bruselas después del Brexit o la Super Bowl de Estados Unidos en Moscú?

Pero, a lo que se ve, en el fútbol todo es posible y más si los argentinos andan por el medio. Decir fútbol y Argentina es nombrar la gasolina y la pólvora como bien han sabido contarnos Osvaldo Soriano y otros escritores de aquella nación cuyos colores lleva la selección en sus camisetas. Entre los cuentos de fútbol que seleccionó Valdano recuerdo otro de Fontanarrosa en el que unos hinchas rosarinos llegaban a secuestrar a un aficionado con fama de dar buena suerte a su equipo pero al que el médico había prohibido acudir al estadio por sus problemas con el corazón. Su equipo ganó, pero al secuestrado le dio un infarto y murió, pero eso ¿a quién le podía importar?

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