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sin bajar del autobús
Columna
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Crisis, caos, hecatombe

Solo llevamos unos pocos partidos, y todos los grandes atravesaron una crisis. A veces dura un par de partidos, y a veces incluso medio

Juan Tallón
Simeone y Lopetegui, durante el derbi.
Simeone y Lopetegui, durante el derbi.JAVIER BARBANCHO (REUTERS)

La idea de que el mundo se acaba, y que nada de lo que nos importó tiene ya futuro, es una de nuestras visiones favoritas. Nos agrada atisbar crisis en el horizonte. Solo llevamos unos pocos partidos de Liga, y todos los grandes equipos atravesaron ya una, o están inmersos en ella. A veces dura un par de partidos, y a veces incluso medio. ¡Pero qué medio! Toda esa gente proclamando que es el fin recuerda mucho a esos aprensivos a punto de ahogarse... en la piscina de los niños. El fracaso tiene siempre algo de exageración. A una vecina de mis padres le encantaba decir “me voy a morir”. Se ponía repentinamente seria al decirlo. Estuvimos treinta años oyéndole esa frase. Ciertamente, al final murió, pero quizá solo porque a las frases también se les agota la paciencia.

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En nuestro fútbol no se requieren más de dos semanas para pasar de equipo invencible a equipo roto. Casi no se sabe cuál es mejor noticia, como cuando la selección argentina estaba a punto de batir el récord negativo de minutos sin marcar, y Carlos Bilardo advirtió a sus jugadores al salir al campo de que no se les ocurriese meter un gol antes del minuto seis porque se quedaban sin récord. “Nosotros tenemos que estar en todas las conversaciones, en las buenas y las malas”, decía.

Necesitamos cada vez más de emociones fuertes para sobrellevar la vida actual. Elegimos la euforia del éxito, pero si por alguna razón se nos niega, nos amoldamos y jugamos a estar profundamente deprimidos después de una derrota y un par de empates. Es como si las penas también proporcionasen cierta compañía. En un mundo donde el razonamiento perdió la batalla frente a las emociones, si no estás eufórico, y tampoco vagamente deprimido, entonces seguramente estás muerto. Natalia Ginzburg cuenta en Léxico familiar que su madre, en mitad de una tarde terriblemente aburrida, en la que no sabía qué hacer para entretenerse, exclamó: “¡Si por lo menos tuviera una enfermedad bonita!”.

A nadie le gusta dejarse un puñado de puntos en unos pocos partidos. Son puntos que jamás volverán, como los besos que no se dieron. Pero ya que sucedió lo inesperado, todo lo que rodea a un equipo, menos habitualmente el equipo, se deja llevar por un desánimo artificial, que a veces acaba en un “adiós, mundo cruel” estremecedor. La sobreactuación es una tendencia flamante, lo que lleva a que después de solo siete partidos de liga haya seguidores dispuestos a pensar que casi todo acabó, que las torres cayeron y todo lo que amaban desapareció en los escombros. Es fácil imaginar la desazón del barcelonismo después del empate en Bilbao. No había empezado el derbi, pero a Madrid y Atlético ya les había ido bien. Pero, ohh, también ellos empataron. Son esos días en los que vas tan a la deriva que hasta los milagros se apenan de ti y se ablandan. Resultado de ello, la hecatombe del equipo de Valverde es tal que, después de dilapidar siete puntos de nueve posibles, es líder de la Liga.

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