Muere Armand de las Cuevas, exgregario de Miguel Indurain
El rodador francés, que corrió en el Banesto de los noventa, muere en la isla de Reunión a los 50 años
Pocos en su vida han visto a un ciclista con más talento natural que Armand de las Cuevas, uno para el que la palabra clase parece haber sido creada a su medida; menos aún entre los que le han conocido han visto a una persona más en conflicto con la vida. Su lucha, su permanente búsqueda de una respuesta a todas sus dudas, acabó en la isla de Reunión, posesión francesa perdida en el Índico, al este de Madagascar, donde vivía desde hace 10 años y donde murió el jueves. Tenía 50 años. “Se ha suicidado”, anuncia France Presse, sin más precisiones. En 1989, a los 21, había comenzado su carrera profesional en el Banesto de Miguel Indurain. Diez años más tarde colgó la bicicleta, se hizo con unos guantes de boxeó y disputó tres combates. Ganó dos y perdió uno a los puntos.
Armand De las Cuevas nació en Troyes, en la Borgoña, hijo de emigrantes españoles que poco después se trasladaron a Burdeos, donde vivió una infancia y una juventud duras, de chico de la calle. Para educarlo, su padre le obligó a ser ciclista, un deporte en el que destacó por sus grandes facultades naturales, un rodador nato, aunque lo practicara sin la pasión que la afición le exige a los campeones.
“Corría en el Marmande. Era el mejor amateur de la región de Aquitania y lo fichamos para el equipo, que aún era Reynolds, el verano de 1988. Lo firmamos en el Café del Teatro de Bayona, justamente”, cuenta Francis Lafargue, el hombre en Francia del equipo de José Miguel Echavarri y Eusebio Unzue, quien también recuerda la mirada siempre triste de De las Cuevas y una visita un día de agosto húmedo y calurosísimo de 1990 al velódromo de Burdeos, donde el equipo francés de pista se preparaba para los Mundiales de Japón. “Estaban los técnicos históricos Daniel Morelon y Pierre Trentin, y los mejores profesionales del momento que le miraban al chavalín con la curiosidad escéptica de quien se siente superior, como las vacas miran al tren. Le hicieron una prueba de persecución de cinco kilómetros. Reventó el cronómetro de Morelon, que se quedó estupefacto. Lo incluyó inmediatamente en el equipo, y ganó el bronce en los Mundiales”.
Todas las victorias de De las Cuevas en su primera época en el Banesto tuvieron siempre una pequeña historia detrás, un detalle que las convertía en algo memorable, como la etapa que ganó en Cangas de Narcea en la Vuelta a Asturias de 1990. El día anterior había corrido toda la etapa con la zapata de freno rozándole una llanta, y no había abierto el pico. Solo por la noche se dio cuenta el mecánico, Enrique Sanz, del problema y todos valoraron la tremenda capacidad del francés a quien también todos veían un poco raro. También ganó el campeonato de Francia de 1991, que se disputó en Borgoña, cerca del pueblo de su amigo Jeff Bernard, el único que aguantaba sus velas de incienso en la habitación de los hoteles, y la cama mirando al oeste siempre, y no paró en coche toda la noche hasta llegar a su pisito de Burdeos, la bici en la cocina, para darle un beso de pequeña felicidad a su hija, Priscilla de nombre, como la de Elvis. Ganó con el maillot tricolor pocos meses después el GP de Plouay. Derrotó en la llegada al alemán Andreas Kappes, quien justamente murió hace unos días.
En el Giro de 1993, sus rarezas, su espiritualidad, su búsqueda de un algo que nunca encontraba, chocaron con la exigencia de disciplina en el equipo. La víspera de la cronoescalada a Sestriere, anunció a los directores que quería disputarla a tope, porque creía que podía ganarla. En el equipo se lo prohibieron. “Te necesitamos fuerte para el día siguiente, para la etapa de oropa, en la que se decidirá el Giro de Miguel”, le dijeron. La disputó. No muy bien. No la ganó ni tampoco estuvo como debía estar en Oropa, donde Indurain, asfixiado por la alergia, estuvo a punto de perder el Giro. De las Cuevas no terminó la temporada con el Banesto. Fichó por el Castorama de Cyrille Guimard, con el que ganó el prólogo del Giro siguiente, en Bolonia, y, con la maglia rosa, declaró: “Al fin he visto la luz”. La oscuridad no tardó en volver a envolverle.
“Nunca se encontró a sí mismo”, recuerda José Luis Arrieta, compañero de equipo de De las Cuevas en el Banesto del Giro de 1993. “Era muy impulsivo pero sin mal fondo, por eso años después de dejar el equipo, volvió, tuvo una segunda oportunidad. Siempre estaba buscando su terreno de expresión. Nunca lo encontró”.
Muchos ciclistas llevarán el sábado un lazo negro en su memoria mientras disputan la Klasika de San Sebastián, una carrera que De las Cuevas ganó en 1994.
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