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El ‘no baile’ de los campeones

El español llegó de madrugada a la fiesta reservada a los ganadores, donde Venus Williams se quedó sin sacarle a la pista

Juan José Mateo
Nadal y Venus Williams, con los trofeos de 2008.
Nadal y Venus Williams, con los trofeos de 2008.Fiona Hanson (Getty)

Iluminada por unas luces moradas y verdes, Venus Williams empuña un micrófono y dice: “Es una pena que los campeones ya no estén obligados a bailar”. Es julio de 2008, y en el hotel Intercontinental de Park Lane (Londres) se celebra una exclusiva cena de etiqueta para los socios del club de Wimbledon y los ganadores del torneo en todas sus categorías. Rafael Nadal llega de madrugada. Desmelenado, una pajarita atrapa el cuello del campeón de 22 años. El mallorquín acaba de ganarle a Roger Federer la final más larga de la historia (4h 48m), y no está para bailes. Más de 40 años después del triunfo de Manuel Santana, un español ha vuelto a conquistar el título masculino en el templo de la hierba.

La celebración empieza bien pasada la medianoche. Nadal entra al salón privado en el que se celebra la fiesta rodeado por los flashes de los paparazzi, se sienta con su familia, y devora, por este orden, una tarta de crema con helado de limón y un plato de pato. A su alrededor se arremolinan los socios, deseosos de una foto, y los camareros, que se llevan una colección de autógrafos. Desde la mesa de honor, Santana lo observa todo en compañía de Tim Phillips, el presidente del All England Club. Sue Baker, la comentarista de la BBC, que actúa como maestra de ceremonias, tiene que intervenir para pedir calma. Y entonces, todo el mundo ríe. Tras casi cinco horas de partido, dos interrupciones por lluvia y un final apoteósico, con el cielo encapotado y la noche mordiéndole minutos a la luz del día, Nadal se confiesa: “En el último juego no veía nada”.

Así ocurre todo para llegar al 6-4, 6-4, 6-7, 6-7 y 9-7 con el que cambia la historia del tenis. El español empieza a conquistar Londres en París. Solo unas semanas antes de medirse con su némesis en la final de Wimbledon, Nadal arrolla a Federer en el partido decisivo de Roland Garros. El suizo apenas gana cuatro juegos y se lleva un 6-0 en el último set. Federer viaja herido a Inglaterra, su reino. En su primer entrenamiento, viste una camiseta luminosa: “El dolor es sólo temporal. La victoria es para siempre”. En la caseta, todo el mundo capta el mensaje. El suizo le ha ganado al español las dos finales precedentes en Wimbledon y no rendirá fácilmente su plaza. Así empieza a cocerse el tercer cruce seguido por el título del templo de la hierba entre los dos mejores jugadores del momento, que John McEnroe definirá luego como “el mejor partido de la historia”.

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Nadal y Federer lo juegan entre un griterío constante. Las idas y venidas del marcador transforman al frío público inglés en una barra brava. Para cuando Nadal alza la Copa, solo ha terminado una parte del trabajo. Escala por la grada para abrazarse con los suyos y se pone a atender los compromisos adquiridos por entrar en el club de los elegidos. Durante horas, Nadal visita una televisión tras otra. EL PAÍS le acompaña por los pasillos del All England Club, normalmente reservados a los socios. Los pomos de las puertas y las bolas que coronan las escaleras despiden brillos dorados. Los salones descubren grandes mesas de madera. Y Nadal aprieta la Copa contra su pecho.

Tras atender a esos compromisos, el español tiene que prepararse para el baile, al que acude un periodista del país del ganador al que se aplica el mismo ritual que al resto de invitados. El vestuario de los socios, a disposición. También un sastre. Esmoquin. Coche con chófer. Y cena de tres platos, empezando por ese cóctel de gambas que Nadal no degusta porque llega muy tarde.

Los adolescentes que han ganado las ediciones junior del torneo se sientan en la mesa más alborotadora de la noche. El búlgaro Grigor Dimitrov, de 17 años, lo recoge todo con el móvil. Con 14 años, Laura Robson hace de menos a la bandeja de campeona: lo que más ilusión le ha hecho, dice, es que el exnúmero uno del mundo, Marat Safin, de 28, le haya escrito una carta disculpándose por no acompañarla al baile, incumpliendo el sueño de la tenista.

Robson no es la primera campeona que deja la gala sin la pareja soñada. "Ya no se baila", le dice una socia a Andre Agassi en 1992. Y el estadounidense se queda de piedra tras sufrir partido a partido con el único objetivo de poder sacar a la pista a Steffi Graf, la eterna campeona, que luego ha acabado siendo su esposa.

En 2008, cuando Venus hace la broma, ya todo el mundo sabe que los dos campeones no pisarán la pista de baile. Nadal ya ha recibido la corbata y el imperdible que le señalan como miembro de un club centenario, y que le otorgan el derecho de usar los salones reservados a los socios. Ya es oficiosamente el número uno del mundo. Y no hace falta que desgaste sus suelas sobre la moqueta del hotel Intercontinental. Sus pasos de baile ya los ha visto todo el mundo: en la central de Wimbledon, acaba de deslizarse sobre la hierba para doblegar al campeón de campeones en el partido más grande de la historia.

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Sobre la firma

Juan José Mateo
Es redactor de la sección de Madrid y está especializado en información política. Trabaja en el EL PAÍS desde 2005. Es licenciado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Periodismo por la Escuela UAM / EL PAÍS.

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