Bob Paisley, un mito a su pesar
Zidane tiene a su alcance ser el segundo técnico en ganar tres Copas de Europa con el mismo equipo tras el legendario entrenador inglés con el Liverpool, un hombre corriente con logros extraordinarios
Minero adolescente, albañil, combatiente en África en la Segunda Guerra Mundial, liberador de Roma enjaulado en un tanque, futbolista, fisioterapeuta autodidacta, entrenador y mánager. Todo un mito: Bob Paisley, el antidivo al que nunca le sedujo ser primer técnico del Liverpool, pero muy a su pesar logró 20 títulos en nueve años. A este hombre corriente de logros extraordinarios que desdeñaba los focos puede igualar Zinedine Zidane un registro único. Si el Madrid triunfa el sábado en Kiev, el preparador galo será, junto a Paisley, el único con tres Copas de Europa dirigiendo al mismo equipo. Solo hay otro entrenador con las mismas orejonas, Carlo Ancelotti, pero repartidas, dos con el Milan y una con el propio Madrid. A diferencia del inglés, ganador en las ediciones del 77, 78 y 81, Zizou está en disposición de encadenar los tres tronos.
“Shanks [Bill Shankly, forjador del primer gran Liverpool] lo ha dejado y me han dado su puesto, un trabajo que no me apetecía, lo último que hubiera deseado, pero vamos a seguir adelante”. Así comenzó Paisley su charla a los muchachos cuando en 1974 asumió contrariado la jefatura del banquillo de Anfield, su cuartel general durante 44 años, donde siempre quiso ir de puntillas sin conseguirlo. “Bob acabó con el tópico de que los chicos buenos nunca ganan”, llegó a decir el lenguaraz Brian Clough, técnico contemporáneo y gran enemigo del Liverpool. Eran tiempos en los que Tommy Docherty, otro gurú de la época, un escocés que hizo una brillante carrera en el Preston North End, el Celtic, el Arsenal y el Chelsea, ya advertía a principios de los 70 de lo que se avecinaba: “Entrenar en estos tiempos es como una guerra nuclear, no hay ganadores, solo supervivientes”. Paisley sobrevivió incluso a su extrema modestia.
Nacido el 23 de enero de 1919 en Hetton le Hole, en Sunderland, fue el segundo de los cuatro hijos de Sam, un minero, y Emily, ama de casa. Un accidente paterno en la mina le obligó a tomar el relevo bajo tierra a los 14 años. Luego se pasó a la albañilería mientras pateaba balones por el barrio. Para su desgracia, el Sunderland le rechazó por bajito, pero logró recalar en el Liverpool en 1939, donde resistió como abnegado lateral derecho hasta su retirada 15 años más tarde. Eso sí, nada más llegar a la capital del condado de Merseyside su carrera se vio truncada por la Segunda Guerra Mundial, en la que participó en misiones en el norte de África y más tarde en la emancipación de Roma. En 1977, el destino devolvió a Paisley a la Ciudad Eterna con motivo de la final de la Copa de Europa entre los reds, a los que ya entrenaba, y el glorioso Borussia Mönchengladbach de Simonsen, Vogts, Bonhof, Stielike, Wimmer, Heynckes… “De nuevo he derrotado a los germanos en Roma”, soltó el técnico inglés tras su segundo trono europeo.
De vuelta de la batalla mundial, Paisley se instaló en Liverpool de por vida y tras quitarse las botas se autoproclamó fisioterapeuta. “Detecto lesiones antes de que se produzcan”, sostenía. Al llegar Bill Shankly, un escocés cáustico y socialista hasta el hueso, el gran patricio del preLiverpool que se entronizaría en la Copa de Europa, Paisley fue reclutado como ayudante. Y no solo eso. También como confidente del legendario Boot Room, el cuarto donde se guardaban las botas convertido en un santuario del cuerpo técnico. Shankly –el gran jefe-, Paisley –el ancla con los jugadores-, Ronnie Moran –el sargento malo-, Joe Fagan –el rebelde- y Reuben Bennett –asistente general-, y más tarde Roy Evans –el poli bueno-. Todos, salvo Bennett, dirigieron alguna vez al Liverpool. Tan peculiar era aquel iconoclasta senado que ni a Elton John se le concedió un cubalibre. “Aquí solo hay cerveza y, por supuesto, whisky escocés”, le espetó Shankly en una visita del músico a Anfield al frente de su Watford.
Tras la inesperada salida de Shankly en 1974, la entidad eligió a Paisley en contra de su voluntad. Nunca se sintió un hombre de primera fila, papel que siempre había quedado reservado a Shankly. Al escocés, un singular motivador, no le gustaba entrenar sobre el campo, faceta que delegaba en Paisley. En realidad, como diría Evans en una entrevista en EL PAÍS en mayo de 2005, “el gran Liverpool era tan simple como el propio fútbol”. No tanto.
Paisley, pese a sentirse abrumado y propagarlo delante de todos, no solo se ganó el respeto unánime de la plantilla, sino que demostró tener ojo clínico para los fichajes, primero como técnico y luego como mánager. McDermott, Neal, Dalglish, Hansen, Souness, Rush, gran parte de los mejores futbolistas que haya alistado jamás el Liverpool llegaron con su lazo. “Si ya están cansados de ganar, díganmelo que un verano ficho a otros veinte y punto”, contaba Sounness que solía repetir al término de cada curso. Tan de paso solía sentirse Paisley que hasta la segunda temporada en el banquillo no firmó el primer contrato de su vida. Y eso que en su estreno el club se quedó seco, sin un mero título. Con todo, lo firmó para siete años. La cosecha de aquel Liverpool contracultural por su estilo de toque (passing game) frente al juego directo y rudo que imperaba en Inglaterra: tres Copas de Europa, una Copa de la UEFA, seis Ligas y otros 10 trofeos. “Hemos tenido años difíciles, una vez quedamos segundos”, espetó el entrenador con sutil ironía en su despedida.
Superada con creces la obra de Shankly, Paisley resopló tras dejar el banquillo en 1983. En su último partido, frente al United en Wembley en la Milk Cup (como se llamaba por entonces a la Copa de la Liga), el Liverpool ganó 2-1 tras una prórroga. Los jugadores intentaron que, por una vez en su vida, Paisley estuviera en el escaparate. El hombre, que acentuaba y acentuaba que el fútbol era de los jugadores, alegó que los 39 escalones que separaban el césped de Wembley del palco de entrega de trofeos era un “Everest” para él. Sounnes, a empujoncitos, logró que pedaleara con ellos y por fin, un día al menos, se hiciera la foto de honor. Accedió, ante el aplauso atronador de los 99.304 espectadores, incluidos los del United.
Ray Clemence, mítico portero del Liverpool, difundió una carta en varios medios –incluido EL PAÍS- con motivo de la muerte de Paisley en febrero de 1996. El meta, bajo el título “Nunca habrá nadie igual”, escribió: “Bob nunca buscó la gloria personal, sentía que simplemente cumplía con su obligación. Tenía una gran sabiduría futbolística y una manera sencillísima de decirnos cómo quería que jugásemos. Jamás perdía la calma. Puedo verle ahora en el vestíbulo del lujoso hotel de París donde nos alojamos en 1981 con motivo de la final de la Copa de Europa contra el Real Madrid. Iba en zapatillas de andar por casa sobre las tupidas alfombras con un ejemplar del Daily Mirror asomándole por el bolsillo. Pero cuando más cómico resultaba era cuando pronunciaba los nombres de los jugadores extranjeros a los que nos enfrentábamos”.
A ese Paisley en babuchas que al frente del Liverpool superó al Madrid de los garcías en París podría igualarse ahora Zidane con un tercer título en la misma casa. Guiños de la vida, otra vez con los reds por el medio. Un club que debe gran parte de su eternidad a un tipo alérgico al espumoso mundo de las celebridades. Un paisano, vaya.
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