Estados Unidos cierra la puerta a los pelotaris vascos
Las restricciones migratorias, acrecentadas con Trump, condenan a un deporte con mucho tradición en Florida pero en declive
El sueño americano se ha nublado para los pelotaris. Las restricciones migratorias en Estados Unidos, crecientes en los últimos años y acentuadas aún más desde que Trump es presidente, han tenido ya un sinnúmero de afectados por todo el mundo: y entre ellos, el peculiar grupo de los ases de cestapunta del País Vasco, España.
Por el teléfono desde el otro lado del Atlántico llegan los sonidos de gritos y pelotazos contra la pared de los jugadores de Markina (5.000 habitantes, Vizcaya), donde hace una pausa el joven Jon Mandiola, 20 años, para atender la llamada. “Desde pequeño quise ir a jugar a Florida y es una desilusión muy grande no poder”, dice este pelotari que ha pedido la visa tres veces desde el año pasado y siempre le ha sido denegada.
La cestapunta o jai-alai es un deporte vasco con raigambre en Florida desde hace casi un siglo y tuvo un éxito tremendo como deporte de apuestas hasta los ochenta, cuando un largo conflicto sindical y la diversificación del mundo del juego en este estado arrojó a la pelota a un camino de olvido que la tiene, aquí, en situación terminal. En Florida ya solo queda un frontón en el que se juega todo el año, en el casino de Dania Beach, y otro declinante en el Casino Miami. Y encima resulta cada vez más difícil traer jugadores del País Vasco para dar calidad al espectáculo. Otro Casino, el Magic City, para aprovechar la licencia de juego que conlleva la licencia de pelota va a recuperar este deporte pero, por los problemas para conseguir visas para extranjeros, está teniendo que formar a las prisas a estadounidenses exbeisbolistas y exjugadores de fútbol americano que apenas saben de cestapunta y menos de su historia.
El frontón de Dania es el que más visas ha solicitado desde 2016 y ha tenido continuos problemas. Cuatro peticiones le han sido denegadas –pese a repetir el trámite hasta en tres ocasiones– y las siete que le han aprobado se han retrasado hasta ocho meses, cuando en años anteriores se las concedían aproximadamente en un mes; además, hace ya un año que Migración no les ha entregado ni una sola más.
“Desde hace unos tres años empezaron a pedir más información, documentos, títulos de los pelotaris, y venga a pedir más pruebas y a poner en duda que fuera necesario traer jugadores del País Vasco en vez de emplear a americanos. Así que la empresa del casino ha decidido que es más práctico contratar a estadounidenses o residentes en Estados Unidos”, explica Íñigo Arrieta, cestolari de 37 años en activo y vicepresidente del sindicato local de jugadores de jai-alai, que aún cuenta con alrededor de 70 miembros. La visa que piden es la de Atleta Reconocido Internacionalmente y Arrieta lamenta que Estados Unidos no comprende que “los únicos pelotaris de nivel son los vascos”.
En los años 80 llegó a haber una quincena de frontones abiertos en Estados Unidos, la mayoría en Florida, y hasta medio millar de jugadores venidos del País Vasco, frente al medio centenar que hay hoy. “Ahora casi te piden ser el mejor pelotari del mundo para darte una visa”, protesta Jairo Baroja, de 35 años y enrolado en el casino de Dania. “No es lo mismo poner a jugar de cualquier manera a gente de aquí que a gente de nuestro nivel, que lo llevamos mamando desde niños”.
Arrieta aclara que las trabas migratorias comenzaron a principios de 2016, antes de que Trump ganase las elecciones en noviembre, aunque dice que con él en el cargo y con su apuesta por la restricción migratoria “están apretando todavía más”.
Jon Mandiola, como es tradicional en la cestapunta, viene de una familia de pelotaris, y su abuelo, su padre y sus tíos jugaron en el pasado en Florida, el país en el que más dinero se podía ganar jugando a este deporte. Desde niño, en su Markina natal, oyó una y otra vez las historias de la soleada y lujosa península estadounidense donde los pelotaris vascos eran famosos y celebrados a nivel local.
“Pensé siempre que para mí también llegaría el momento, pero no ha llegado”, dice con fastidio. “Dicen que ahora es más difícil entrar allá por las cosas malas que pasan en el mundo y los atentados. Yo no sé si es política o si tienen miedo... No pierdo la esperanza de que algún día me llegue la oportunidad y poder ir. Claro, si los frontones siguen abiertos”.
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