Los viejos y acabados nos saludan
Iniesta abandonó el Metropolitano renunciando a hacerlo como un recuerdo
La primera vez que me sentí viejo fue cuando debutó Raúl en el Madrid. Él tenía sólo un año más que yo, había salido titular en Zaragoza y yo a la misma hora pedía monedas en una sesión de tarde para sacar una copa en vaso de plástico. Eso, digo, fue cuando empecé a sentirme viejo: acabado me sentí una semana después, cuando Raúl le marcó un gol por la escuadra al Atlético en el Santiago Bernabéu.
Volví a pensar en eso cuando fui al Camp Nou el año pasado a ver un Clásico; delante de mí entraron dos culés de 18 años que no conocieron otra vida que la del Barça de Leo Messi. Desde que Messi debutó, ellos acabaron el colegio, el instituto y empezaron la Universidad; crecieron casi un metro, les salió barba, fumaron, besaron y bebieron por primera vez: probablemente a ellos Leo también les arruinó su sueño de ser ellos Messi, y no Leo. Pensé en qué iba a ser de esos chicos cuando se marchase Leo Messi y recordé lo que fue de mí cuando se extinguió la Quinta con la misma velocidad que los dinosaurios, y lo que ocurrirá en el madridismo cuando se vaya Cristiano Ronaldo, el cráter que dejará. Un mundo, el que van a dejar atrás Messi y Cristiano, en el que las desgracias ya no las va a poder resolver Superman.
En La dulce ciencia (Capitán Swing, 2018), un tratado monumental sobre el boxeo y la vida, A.J. Liebling recuerda que cuando el último Joe Luis aún tuvo fuerzas para noquear a Lee Savold, él sintió renacer, como si hubiera sido el propio Liebling quien demostrase resistencia al tiempo. "Mientras Joe pudiera seguir adelante, yo sentía que conservaba un vínculo con una época en la que ambos éramos mucho más jóvenes". Liebling recuerda a otro campeón, Jim Jeffries: ganó el título cuando el padre de Liebling era un soltero sin compromiso y lo revalidó doce años después, cuando el padre de Liebling era un burgués casado, con dos hijos y tres hipotecas.
Hay campeones que estremecen el mundo y campeones que además lo acompañan, girando con él un tiempo suficiente como para que nuestras vidas, desde que ellos empiezan hasta que terminan, sean irreconocibles. La grandeza de Nadal no es ganar Roland Garros, sino que haya gente en el mundo que no recuerde otra cosa y otra que ha vivido tres vidas mientras él lo ganaba; la grandeza de Nadal es que las instalaciones del torneo de París, donde se exhiben los retratos de los ganadores, parezcan una especie de Boyhood en el que Nadal envejece al mismo ritmo que el espectador, pero él sin haber perdido.
Cuando Iniesta, un jugador en huida permanente del rival y de sí mismo, abandonó el Metropolitano renunciando a hacerlo como un recuerdo, renunciando a hacerlo como uno de esos cuadros que hay que descolgarlos entre aplausos y fingir que no están llenos de polvo, nos convertía a nosotros en cómplices de su resistencia, como si el tiempo se hubiese detenido en 2002, año de su debut, o en 2010, cuando efectivamente lo detuvo. Quince años después, el jugador deslumbrante de entonces ha jugado su última final tirando a un portero al suelo y levantando un título; en esos quince años a cualquiera le ha dado tiempo a todo, pero no a sobrevivirlo ni a mejorarlo. La edad enseña que los demás no nos hacen viejos ni acabados en la medida en que ellos no lo sean; Iniesta enseñó el sábado que no hace falta dejar de correr para dejar de huir.
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