Eso es París, esto es el Real Madrid
Ni se inquietó el conjunto blanco, frente a cuyo hotel pernoctaron los ultras antes de entrar en un estadio convertido en una camisa de fuerza lleno de avisos patrióticos
El primer gol empezó en Dani Alves, como en Cardiff. Y acabó en Cristiano Ronaldo, como toda la vida. Fue en la segunda parte, cuando Marco Asensio le robó el balón al brasileño y echaron a correr los dos la banda, uno con el balón y la idea, otro sin el balón y con el miedo.
Asensio aún no ha llegado al momento insólito de un Messi o un Cristiano, cuando el pie va más rápido que el cerebro; eso, sin embargo, también tiene sus ventajas. Frente a Alves dio marcha atrás y reelaboró la jugada mientras juntaba a varios para que inventasen algo con él. Lo había hecho en la ida con Kroos y Marcelo en una jugada de consecuencias felices. Volvió a hacerlo en París reuniendo a Lucas Vázquez y a Cristiano para desmontar la defensa del PSG dando pasos atrás como un cangrejo, que es como el Madrid suele ganar en Europa: pasándosela hacia atrás hasta llegar a la portería contraria sin que nadie sepa cómo. El centro perfecto de Vázquez a la cabeza del portugués lo remató Cristiano de un cañonazo a los pies. Ya había avisado pocos minutos antes con un escorzo de museo que calló el Parque de los Príncipes. Esta vez agujereó el suelo.
Falta hacía que el Madrid congelase París con todo lo que había ardido. Espoleado por la humillante derrota contra el Barça el año pasado y por la inversión sin precedentes de este verano, el club parisino vendió su alma al diablo con el peor estilo: el que acerca a los nazis al fútbol para absorber su ruido, su violencia y el festín macabro de unas gradas que parecían de otro tiempo. Del tiempo que el PSG aún no entiende que ya pasó: el que considera que ninguna victoria merece la pena si el precio es que los ultras den las últimas instrucciones a los jugadores.
En medio de bengalas incontroladas el Madrid empezó el partido presionando en campo contrario como salvaje declaración de intenciones: parecía que más que al encuentro de la defensa parisina, lo que hacía era huir del humo. En el minuto cuatro el PSG se saltó una línea y dejó a cuatro madridistas en su campo correteando hacia atrás. Para poner semejante once (fuera Modric, Kroos y Bale), Zidane no sólo confiaba en él y sus locas disposiciones en momentos de crisis, sino en el despliegue de Lucas y Asensio de arriba abajo. Un día hablamos con calma de Zinedine Zidane, cuando haya tiempo.
Todo salió bien, mejor cuanto más avanzó el partido, y al final entre Lucas y Asensio, junto a Ramos y Casemiro, terminaron disolviendo al PSG, desmenuzándolo como a un equipo menor, paseando el balón de un lado a otro mientras le concedían el lujo de varias oportunidades que acabaron en el gol de Cavani.
Ni así se inquietó el Real, frente a cuyo hotel pernoctaron los ultras antes de entrar en un estadio convertido en una camisa de fuerza lleno de avisos patrióticos de que aquello era París, como si el Madrid, que ganó aquí dos finales de la Copa de Europa, no lo supiese antes de despachar con displicencia el enésimo experimento de laboratorio de Nasser.
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