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Damas y cabeleiras
Columna
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Un mal gesto (de Tebas con Piqué)

Me pregunto qué puede haber más opuesto al buen orden deportivo que un aficionado pendenciero buscando justificación a su propia violencia

FOTO: Gerard Piqué celebra su gol al Espanyol. / VÍDEO: Declaraciones de Piqué tras el partido contra el Espanyol, este domingo.Vídeo: Alejandro García (efe) / atlas
Rafa Cabeleira

Parece que LaLiga denunciará, a partir de ahora, cualquier tipo de simulación o celebración que “pueda generar crispación o se muestre contraria al buen orden deportivo”, cito textualmente. La medida, que se anunció con gran formalidad mediante un comunicado de prensa, destila santurronería y subjetividad a partes iguales mientras apuntala un razonamiento perverso pero fuertemente arraigado en el imaginario popular: cualquier agresión es susceptible de justificarse mediante el alegato de previa provocación, para lo cual serviría desde un simple gesto —como el de Piqué en Cornellá— hasta una minifalda. Semejante recurso de defensa, todo un clásico de los patios de colegio y los centros penitenciarios, podría encontrar su continuación en una liga española que parece más preocupada en no molestar a violentos que en apartarlos de los estadios.

Desde que los balones ruedan y la vida dura noventa minutos, los campos de fútbol han sido vistos como una especie de retiros terapéuticos en los que cualquier hijo de vecino —digámoslo así— puede dar rienda suelta a sus más bajos instintos sin tener que preocuparse por las consecuencias. Comportamientos que serían denunciables y perseguidos en la calle (insultos, amenazas, agresiones…) son consentidos como parte sustancial de un espectáculo en el que parece primar el bienestar de ciertos espectadores por encima de los derechos fundamentales de sus protagonistas.

Recuerdo uno de los primeros partidos a los que asistí en directo, en el viejo Pasarón. A mi lado se sentó un señor mayor, de unos ochenta años, que a los dos minutos de partido ya había agotado las lisuras propias de la lengua castellana, todas ellas dirigidas a un juez de línea que corría la banda dando saltitos y con el pantalón peligrosamente estirado. Un poco asustado, convencí a mi padre para que me cambiase el sitio provocando la protesta airada del viejo que debió de sentirse insultado por mi espantada: “Es que no le gusta mucho el fútbol”, se disculpó mi padre tratando de calmarlo. Como los años no pasan en balde, parece probable que aquel hincha enfurecido esté criando malvas en algún cementerio de los alrededores pero, por lo demás, el fútbol no ha cambiado tanto como nos gustaría a los que, perdonen la redundancia, sí nos gusta el fútbol.

Me pregunto qué puede haber más opuesto al buen orden deportivo que un aficionado pendenciero buscando justificación a su propia violencia. Acusar a los futbolistas de generar crispación por gestos como el de Piqué, el ya icónico de Raúl González o los habituales de Cristiano Ronaldo, no parece el mejor camino para erradicar una lacra que en muchos países alcanza, ya, cotas de epidemia. Bien haría LaLiga en reformular su advertencia y dirigir su celo protocolario hacia la verdadera raíz del problema. Sin ir más lejos, el mes pasado conocimos un informe de la Comisión Estatal contra la Violencia en el Deporte donde se advertía que nueve grupos ultras de alto riesgo permanecen activos en el fútbol español. Ninguno de ellos era Gerard Piqué, afortunadamente, por lo que convendría no tomarse demasiado en serio la pataleta de LaLiga e identificarla como lo que realmente es: un mal gesto.

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