Trampas tecnológicas
Paremos la tecnología, piden todos, antes de que mate deportes como el golf
Si la velocidad fuera solo músculo, el corredor más fuerte sería siempre el más rápido, pero no, explicaba en una entrevista el sprinter Bruno Hortelano. La velocidad es un talento, una sensibilidad, un pie, una técnica, un instinto con el que se nace y que se entrena. Y saberlo expresar al máximo es un arte también. Esta aclaración parece de cajón, innecesaria, pero no lo es. En estos tiempos de coronación del embrutecimiento nunca está de más recordar de qué estamos hablando cuando hablamos de competición deportiva.
Hace 20 años Tiger Woods mostró que con solo músculo se podía simplificar todo el misterio del golf, convertirlo en un juego de niños. Desde entonces no ha habido deporte de los considerados de habilidad y técnica (tenis, béisbol, fútbol, etcétera) en el que sus figuras no hayan dedicado casi más tiempo al gimnasio y las pesas que al entrenamiento de su habilidad única. Cualquiera con un mínimo de habilidad y un máximo de testosterona puede competir, y la afición aplaude. Hasta los toreros del siglo XXI tienen brazos, muslos y dorsales casi de levantadores de pesas. Pocos parecen llorar la muerte del arte en favor de la masa muscular.
La irresistible ascensión de la bruticie infantiloide o, más finamente, de la exaltación del espectáculo de la potencia por encima de todas las cosas ha estado acompañada por el desarrollo acelerado de la tecnología. Su aplicación al deporte amenaza con desnaturalizarlo, y precisamente Tiger Woods, con quien todo empezó, es el primero que se ha asustado. Nuevos palos y bolas alargan de forma artificial el brazo del golfista y encogen los campos a dimensiones ridículas. Todo lo que se necesita es darle lo más larga posible con el driver y, gracias a un buen caddie consejero, elegir bien el hierro para el segundo golpe. Los jugadores de toda la vida, los que emocionaban con golpes imposibles desde lugares inaccesibles, los que diferenciaban a los campeones de la masa, lloran. Paremos la tecnología, piden todos, antes de que mate este deporte.
El grito de alarma de los golfistas ya lo lanzaron hace un tiempo, con éxito, tenistas y beisbolistas. Los nuevos materiales permitieron raquetas más grandes, que junto con pelotas más duras y presurizadas y brazos más musculosos convirtieron el tenis en un deporte de pim, pam, pum. Nuevas normas de la federación redujeron el impacto de la tecnología, y el tenis volvió al fondo de la pista con artistas como Federer, que ha logrado alcanzar una longevidad excepcional en la cumbre. También los bates metálicos, y los esteroides, permitieron alcanzar tal velocidad en el béisbol que el juego nacional de EE UU se convirtió en un concurso de home runs que acabó aburriendo y haciendo pequeños los estadios. La táctica y la inteligencia desaparecieron un tiempo, hasta que la Gran Liga decidió prohibir los bates metálicos y retomar los de madera.
La limitación de la tecnología en los deportes, tan necesaria, no es un grito de nostalgia por el tiempo pasado, sino un grito de la inteligencia reclamando su espacio frente al músculo, que debe ser siempre el máximo posible. Por la salud del deporte, por supuesto.
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