La patria no es la camiseta
Si lo que pretendía Pablo Iglesias con su apoyo a la remerita era socavar el estado de derecho, habrá que reconocerle la argucia: bien jugado, Don Pablo
Sucede con algunas fotografías que empiezan siendo deportivas y terminan convirtiéndose en políticas, a menudo por la intromisión de algún actor secundario al que no le gusta ni una cosa ni la otra. Que Pablo Iglesias no siente un especial interés por el fútbol quedó demostrado cuando adoptó la doctrina Simeone como parte esencial de su estrategia política, empecinado en la matraca del “partido a partido” sin reparar en el soporífero espectáculo que las huestes rojiblancas ofrecían, efectivamente, domingo tras domingo. Sin embargo, y pese al evidente mal gusto del líder podemita en materia futbolística, ha bastado un simple comentario suyo en redes sociales para que la polémica se haya instalado alrededor de la nueva equipación del combinado nacional, una camiseta de la que ya no preocupan tanto los colores como la calidad del tejido, estirada estos días hasta el infinito por intereses que nada tienen que ver con lo deportivo.
El viejo debate sobre si una zamarra es fea o bonita ha quedado relegado a un segundo plano, pisoteado por la pujanza de quienes buscan implicaciones políticas en el diseño propuesto por una multinacional alemana, como si esa buena gente no tuviese otra cosa mejor que hacer en lugar de alentar revoluciones a base de combinar rombitos de colores en sus prendas. En un giro insospechado de los acontecimientos, hemos pasado de discutir sobre si Gerard Piqué debería vestir los colores de la selección a pelearnos por los mismos, un alivio para Julen Lopetegui que ha visto degradarse un serio problema de convivencia a niveles de disputa cromática. “El Gobierno no nos ha transmitido nada; pero yo tengo hilos de comunicación y sé que están preocupados por este tema”, explicó ante los medios el presidente Larrea, una confesión que me recordó a aquellos tiempos en los desde las más altas instancias se telefoneaba al Santiago Bernabéu para preguntar por la incómoda suplencia de Iker Casillas.
Aquella cruzada, la de medio país contra un entrenador portugués empeñado en despojarlos del gran símbolo nacional, sí tenía un cierto encanto. En el empeño titánico de Mourinho por sanear el Real Madrid -lo que algunos interpretaron como un intento más de romper España- se intuía una actitud honorable y salvaje que recordaba al héroe de alguna vieja película bélica, al fiel soldado abandonado a su suerte pero dispuesto a seguir combatiendo al enemigo mientras se cuida las espaldas. La suya fue una pelea a pecho descubierto contra la corona del propio escudo, un atrevimiento que le granjeó incontables enemigos pero también lealtades inquebrantables, especialmente entre quienes sí resultaron ser hinchas del Real Madrid.
La polémica que ahora nos ocupa, la de la camiseta nacional, no sobrepasa los límites de la pataleta política y pronto quedará sepultada por una actualidad que no escatima en entretenimiento. Si lo que pretendía Iglesias con su apoyo a la remerita era socavar el estado de derecho, como muchos aseguran, habrá que reconocerle la argucia: bien jugado, Don Pablo. La verdadera noticia, sin embargo, es la constatación de que la patria de esta selección sigue siendo la pelota, no la camiseta. Así pues, alabado sea Johan Cruyff.
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