Valverde I, rey de Atenas
Tras dos pasos exitosos por Grecia, el entrenador del Barcelona es adorado por la afición del Olympiacos, magnetizada por su concepción del fútbol y personalidad
Los jugadores del Olympiacos protestaban con virulencia al colegiado tras señalar el final del encuentro y la derrota del líder ante el modesto Skoda Xanthi. Fueron segundos de tensión que Ernesto Valverde disolvió con celeridad, con cara de pocos amigos y empujando a sus futbolistas hacia el camerino, ya lejos de los trencillas. Luego, en la rueda de prensa, vino a decir que en Grecia se jugaba al fútbol y que su equipo había perdido a ese deporte y no era por culpa del árbitro. “El mister —es al único al que bautizaron así porque a todos sus predecesores les llamaron coach— ya era un ídolo en El Pireo y Atenas, pero ese día se ganó el respeto de todo el país”, cuenta un trabajador del Olympiacos; “porque no puso excusas sino que reclamó respeto para los colegiados. Se ganó a la gente de cualquier equipo y eso en Grecia es imposible porque no hay un solo aficionado que además de su equipo tenga a otro entre los preferidos”.
Tanto era así que la gente del club le decía, medio en broma medio en serio, que si se daban elecciones en el país y se presentaba, saldría presidente. Era como el rey de Grecia. Tras dos periplos en el club griego (2008-2009 y 2010-2012), hoy regresa como azulgrana. Se da por descontado que el estadio estallará de júbilo cuando pise el césped del Georgios Karaiskakis y le canten, como era habitual, su nombre y apellido. Entre otras cosas porque Valverde se ganó a la afición por los títulos —tres ligas y dos copas— y por el juego, también por su forma de ser y de entender al país.
La persona
Para Ernesto, apasionado del deporte, era un gozo ir al Estadio de la Paz y la Amistad, donde el Olympiacos de baloncesto suele imponer su ley. Pero como su fama era tan acentuada, durante los tiempos muertos solían enfocarle y mostrarle en las pantallas. “Le daba tanta vergüenza que al final dejó de ir”, cuentan desde el club griego; “nunca le gustó ser el centro de atención”. Y esa fue, entre otras características, otro motivo por el que llegaron a adorar a Valverde. Bien lo saben en la ciudad deportiva del Olympiacos, donde no hay un solo trabajador que no le tire piropos.
“Más importante que los títulos que gané con el Olympiacos es la gente que conocí allí”, señaló Ernesto desde el Camp Nou, en el duelo de la ida, ya con una botella de Mastika en la taquilla que le llevaron viejos amigos del club de El Pireo. “Siempre le trataron de maravilla como él a ellos, con detalles”, cuenta gente del entorno del técnico. “Chapurreaba Kaliméra [buenos días] y tres palabras más en griego, pero con ese gesto, el de tratar de comunicarse en nuestro idioma, se ganó a los trabajadores del club”, reconocen desde la ciudad deportiva; “la mayoría se limita al inglés”. Pero es que Valverde siempre quiso integrarse.
Con una casa en el barrio de Glyfada (en su primera época) y en Voula (en la segunda, herencia de Darko Kovacevic), raro era el día que no iba con su segundo Ion Aspiazu a la ciudad deportiva. Al inicio con un Mercedes; después con un Renault. Y, aunque los jugadores solían comer en su casa —a no ser que hubiera concentración del equipo y lo hacían en el hotel del recinto deportivo—, tampoco era extraño que todos se vieran en el restaurante de Spyros, el cocinero del club. “Llegamos a pasar allí una Noche Vieja. Es una pena porque ahora está cerrado, pero era un buen punto de encuentro”, recuerdan desde la entidad ateniense. A esos encuentros bien podían ir los mismos trabajadores del club, todos cercanos a Valverde como el director general Koulis. “Ernesto hablaba con cualquiera, desde los que cuidaban el césped a las chicas del comedor”, cuentan.
El técnico
“Antes de que llegara en su segunda época, el club era una agitación continua”, explica un trabajador del Olympiacos; “le esperaban como si fuera el mesías y no se equivocaron porque se ganó el doblete y se pensaba que el equipo podía hacer algo en Europa”. Y eso que perdió el primer partido ante el Iraklis. “Pero nadie dudó de él”, añaden. “Era tratado como un dios”, revela el exjugador Moisés Hurtado; “pero también por los jugadores porque se hacía respetar sin sacar el látigo”. Se suma el portero Urko Pardo, ahora en el Apoel chipriota: “Y eso que en ese vestuario había bastantes pesos pesados”. Y remata Hurtado: “Es que no tiene ego ni se da importancia, y eso para los griegos, que son muy suyos, era importante”.
No tuvo conflicto alguno Ernesto en el vestuario, acaso momentos puntuales con Leto y Mitroglu, y ni siquiera aplicaba a rajatabla las multas establecidas en el documento que firmaban los capitanes al inicio del curso. “Podía echar a alguien del entrenamiento, pero luego reconducía la situación”, revela Hurtado. “Por carácter y personalidad nunca creó problemas; no va a de gallito sino que te lo hace entender de otra forma”, se suma Pardo, que añade que sus ayudantes (Ros y Aspiazu) eran los que estaban más cerca del vestuario. “Él mantenía las distancias, pero estaba cuando se necesitaba”, argumentan los dos.
Normalmente, Ernesto citaba a los jugadores una hora antes del entrenamiento matutino para que desayunaran juntos y, si querían, se retaran al futbolín que había en la misma sala. Luego, tras unos rondos dinámicos, se entrenaban una hora y media —“eran sesiones cortas pero intensas”, cuenta Hurtado— y cada uno se solía ir luego a su casa. “Se ganó al vestuario por su forma de ser y por su trabajo”, cuenta Pardo. “Más que posesión, nos pedía actitud agresiva en el campo, fútbol de ataque”, señala Hurtado; “quería que jugáramos en campo rival y logró darnos una personalidad alegre y ofensiva”.
El turista
Idolatrado como pocos, a Valverde no le resultaba demasiado fácil hacer turismo por la ciudad. “Lo tenían asfixiado”, explican desde el Olympiacos. Pero cuando junto con sus ayudantes Aspiazu y Ros tenían tiempo, se acercaban a comer o cenar al restaurante Dionisios, a las faldas de la Acrópolis, a un japonés llamado Matzuiza o, ya por la zona costera del Microlímano —pequeño puerto de El Pireo—, al Papaioannou. “Solía pedir ensalada de primero y cosas a la parrilla de segundo, como gambas y calamares”, revelan desde el precioso local, que cuenta con unas vidrieras enormes con vistas al mar.
Y, en caso de disponer de unos días y no viajar a Bilbao, acudía al templo de Poseidón en Sounion, o al Peloponeso (Nafplio, Micenas, Korinto, Epidavros), o a Delfos, quizá también a alguna que otra isla, aunque eso más en verano. “Y a cada movimiento que hacía salía en las páginas de deportes de cada diario”, cuentan desde el club ateniense; “por lo que la gente comprendió que Ernesto quería conocer Grecia y su cultura, lo que le acercó aún más a los aficionados”. Por eso no extraña que esta noche le vayan a hacer un homenaje en la puerta 7 del estadio, donde está la hinchada más fervorosa del Olympiacos.
De todos esos viajes y momentos, también desplazamientos con el equipo, Valverde sacó un libro y una exposición de fotografía titulada Medio Tiempo, y algunos recuerdan divertidos una de las instantáneas más impactantes, esa en la que el futbolista Djebbour tiene una pistola en la mano y al principio se negaba en redondo. “No sabemos de dónde salió, pero era de fogueo”, constatan desde la ciudad deportiva. Curiosamente, en el museo del club no hay aún un recuerdo de Ernesto —acaba en los años 90—, pero sí varias de sus fotografías en blanco y negro. “Son buenas, ¿eh?”, pregunta retóricamente y con orgullo la encargada del recinto; “como casi todo lo que hacía…”. Por algo Ernesto es el único mister del Olympiacos, el rey de Atenas.
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