La liberación de Messi y Cristiano
El azulgrana, tras una semana infernal con Argentina, lejos de aparentar un desgaste físico y mental, pasó por Madrid risueño y activo. El luso, resuelto el pase con Portugal, por fin goleó en Liga
Opuestos en tantas cosas, la semana ha resultado una absolución incluso para Messi y Cristiano. En el vertiginoso y locuelo safari futbolístico ni siquiera los mejores del planeta tienen bula. Cierto que ni ellos se la consienten, competitivos más allá de todos los límites como son ambos. Los dos han alcanzado el Mundial a un paso del precipicio. En el caso de Leo, de haberse despeñado Argentina las consecuencias hubieran sido apocalípticas. A fin de cuentas, hace poco más de un año, CR estiró a Portugal hasta una Eurocopa, el único trono de su país. Y, al fin y al cabo, la sombra del gran Eusebio no es la eterna soga de Maradona. Aliviado Messi, como se le vio ante el Atlético, antes se sacudió Cristiano sus malos espectros en la Liga. Como el tipo no se pasa ni una, cuatro jornadas de sequía —las otras cuatro estuvo sancionado— ya le parecían un viaje lunar. Esta vez, el parón de selecciones no fue un mero paréntesis para los dos astros. Tuvo tela, mucha tela.
Era tal la losa de Argentina sobre los hombros de Messi que en el flamante Metropolitano no se vio a un Leo extenuado física y mentalmente. Como el fútbol es su mejor recreo, liberados los maradonianos fantasmas con la Albiceleste, por Madrid pasó un futbolista risueño como pocas veces se le ha visto. Sonriente y dicharachero desde el túnel de vestuarios hasta que se bajó el telón. Con abrazos y susurros al oído con los camaradas azulgrana y con los adversarios, ya fueran el autóctono Saúl o el cacique uruguayo Godín, que hoy simboliza esa perpetua rivalidad vecinal entre charrúas y argentinos. No fue un Messi sublime, pero nadie se elevó sobre él en un partido con mucho colmillo. Un encuentro que más que la infinita capacidad futbolística del diez permitió bucear en su personalidad, siempre tan hermética.
“Messi es un argentino que vive en su Argentina particular y va a entrenarse a Barcelona”, sostienen algunos desde el entorno de La Pulga. Un Messi de aquí y de allá sometido a un doble yugo. Hoy más que nunca, Leo debe imponerse por encima de lo que vale esta Albiceleste extraviada en el campo, en el banquillo y, sobre todo, en los despachos. Y también debe gobernar este Barça posNeymar con unos rectores que chapotean como pueden entre avatares deportivos, judiciales y políticos. Un país fanatizado por el fútbol y un club que es algo más que un club sobre las espaldas de un chico que llegó a España para crecer sin perder ojo a su cuna, pero en deuda con su tutor terapéutico.
Messi nunca regateó a sus obligaciones. Lleva ya más de una década cruza que cruza el charco, con una zurra considerable por los campos de acá y de allá. Lidia que lidia con una mediosfera de allí que no le tiene del todo por un paisano. Le retumba el estruendoso eco de Maradona, pero él siempre solemne con el tonelaje, por cargante que sea.
Tras los suspiros de Quito, Messi tuvo el sábado un reto que para la inmensa mayoría hubiera resultado insoportable tras una sobrecarga de piernas y cabeza por tierras sudamericanas. Al Barça no le esperaba un choque de aliño, sino una cita con ese sacamuelas que es el Atlético. Y con Neymar en París, Iniesta a la búsqueda de Iniesta tras una lesión y Piqué en la diana popular. Cabía esperar a ese Messi que se aparca durante los partidos hasta que de forma pendular decide echar un vistazo al tráfico, ese Messi obligado a regular esfuerzos por su propia supervivencia. Pero debió de ser tal la bocanada de aire saliente tras vencer en Ecuador, que el astro no se demoró un segundo. Leo, como CR, difícilmente sale de parranda con un balón de por medio desde sus partidos de nocilla en Rosario. Así que inició el envite con un despegue que provocó un esguince de cintura en varios rojiblancos y lo cerró con dos faltas detenidas por un poste y las manos de Oblak. Por el camino nadie tuvo mejor repertorio. Ni siquiera con el Atlético empinado por el primer Griezmann de la noche. El segundo terminó por achicar a Messi con falta en el balcón de su área. Síntoma del discurrir de un encuentro abierto y cerrado por Lío, tan inopinadamente ameno y vivaz con todos en el amanecer y anochecer del partido. Un Messi feliz, con el corazón en los huesos, el alma aún en Ecuador y un punto de sutura en el Metropolitano para cerrar unos días de insufrible presión.
Tras los suspiros de Quito, Messi tuvo el sábado un reto que para la inmensa mayoría hubiera resultado insoportable
Si cuesta creer que Messi tenga esa zurda de otro mundo, todavía más que haga del fútbol su mejor balón de oxígeno. Quizá porque sabe conjugar como nadie el fútbol como placer —más bien en el Barça— y como deber —para su desdicha, más bien en esa Argentina de grillos—. Y siempre que puede, al menos por Europa, hace prevalecer lo primero. De lo contrario, de ser el pavo real que nunca fue, Leo Messi ya hubiera muerto de actualidad en la tierra que le alumbró pero no le vio crecer. Allí donde aún quedan resentidos por ello.
CR sí que dio el estirón físico en Portugal, por más que emigrara como futbolista con 18 años. Solo tenía uno más cuando fue reclutado para la Eurocopa local de 2004, todo un fiasco para los lusos. Así que CR no tenía deuda alguna. Y bien que compensó con el éxito en Francia 2016. Con todo, sin que nadie le discuta en casa, el hombre necesitaba tanto el próximo Mundial como el gol en Getafe que acercó al Madrid al Barça en la Liga. Una jornada como punto de partida para que Leo y CR ya no tengan más combates al frente que los de sus clubes. Eso ya es mucho, muchísimo. Al menos hasta Rusia 2018.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.