La Real le cede el paso al Valencia
Un soberbio Guedes aniquila al equipo donostiarra, que acumula su tercera derrota consecutiva
El Valencia, pletórico tras su goleada contra el Málaga, medía si la Real seguía en el cielo que alquiló desde el principio de la temporada o se había instalado en un limbo más cómodo que placentero tras dos derrotas consecutivas. O sea, si el cielo le sostenía o le empujaba la ley de la gravedad. Pero al Valencia, que lleva varias temporadas en un limbo de alquiler elevadísimo, también medía su placentera nueva urbanización y su nueva estatura de la mano de Marcelino. Se midieron tanto que casi se pierden las referencias. Tanto que los goles caían sin necesidad de mover demasiado el árbol, frutas tan maduras como inesperadas, vareadas por momentos de inspiración más que por el riego del fútbol. Haberlo lo había, a ráfagas, a golpes de talento, de fortuna o de infortunio.
De todo había en el almacén de Anoeta, donde a la Real le costaba imaginar el fútbol estático y al Valencia le costaba muy poco desplegarse al contragolpe, pero sufría para resolver los apuros defensivos. Pocas veces la defensa tiene tantas oportunidades para despejar el balón y pocas veces se yerran todas, hasta que Oyarzabal dibuja el empate definitivo con un disparo raso desde el borde interior del área.
Era todo un juego de dobles parejas. Marcó Rodrigo antes de la media hora en un contragolpe que nació en un saque de banda y le permitió al portugués Guedes enseñar sus credenciales: futbolista elegante, solidario y generoso, que cedió dos goles a sus compañeros (a Rodrigo, el primero, y a Zaza el segundo). Una ONG en toda regla, pero con la sutileza de los futbolistas sensibles. Zaza disparó una sola vez a portería y marcó el gol de la victoria. Se lo debe a Guedes, que a última hora decidió girar el pie 45 grados para hacer un pase atrás más inesperado que un agujero negro.
A remolque
La Real se atascó y se desatascó por impulsos. Al gol primero de Rodrigo respondió Elustondo con un claviculazo en un córner lleno de ímpetu que retrató a Paulista. Pero el equipo de Eusebio parecía asumir que le tocaba ir a remolque, incapaz de evitar los contragolpes del Valencia, manejado con la pausa de Parejo y la profundidad de sus laterales. Vidal se recorrió el campo para plantarse ante Rulli y batirle con la curva de la uña ante la salida del portero. Y vuelta a comenzar.
Y en ese principio y fin permanente del partido, ese cielo e infierno, volvió a empatar la Real por la falta de contundencia del equipo de Marcelino, que malgastó tres despejes antes de favorecer el magnífico disparo de Oyarzabal. Se medían tanto y sin embargo medían los mismos palmos en el césped de Anoeta.
Tan iguales, tan igualitarios que incluso igualaron las expulsiones. Cuando la Real Sociedad parecía hundirse por la expulsión del joven Zubeldia (víctima de su ímpetu), le amnistió pocos minutos después Kondogbia, incapaz de leer la mirada del árbitro cuando un poco antes le había perdonado la segunda amarilla.
No era la gran Real que arañaba el cielo, aunque tampoco le quema el infierno. Pero el gol de Zaza (¿o de Guedes?) le chamuscó la piel. Tres derrotas consecutivas duelen por pronto que sea en un fútbol cada más urgente. El Valencia, a cambio, celebró la victoria con tanto ímpetu que el último lesionado fue Marcelino, contracturado en la efusividad de la celebración del tercer gol. Antes había hecho un triple cambio para buscar la victoria, pero la halló en Guedes, cuyo apellido comienza por G de generoso.
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