No es malo
"¿Y qué se le dice a los pibes sobre la fama, el dinero y el lugar que ocupa el futbolista?", le preguntan en el diario argentino Página 12 a Pablo Aimar. "Que eso no es malo", responde el genio de Río Cuarto. Es una entrevista extraordinaria. Aimar fue un genio, un jugador grande como una revolución. Hace muchos años leí una entrevista suya en la que contaba cómo se había enganchado definitivamente al fútbol. Tenía siete años cuando de repente su padre empezó a gritar descontrolado delante de la televisión, saltó temblando del sofá y corrió enloquecido por la casa hasta desplomarse en su cama, boca abajo, llorando. ¿Qué había ocurrido? Diego Maradona había cogido la pelota en el centro del campo en los cuartos de final de México 86, y emprendió una ruta disparatada hacia la portería mientras iba sacándose ingleses de en medio como si le cayesen piedras de los bolsillos; una acción tan extraordinaria que el padre Aimar casi no se vuelve a levantar de cama y al hijo no le quedó más remedio que dedicar su juventud a rescatar algo de lo que Maradona dejó allí, con apenas unos segundos, en una generación de argentinos que se quedó a vivir dentro de ese partido para hibernar en la felicidad del tiempo congelado.
"Que eso no es malo". No lo es. Generalmente es bueno, siempre que uno no sea demasiado consciente de la fama y del dinero que dispone. Aimar era un futbolista indescriptible que se conservó en Valencia con la pureza de un diamante. Tenía un mote hermosísimo: el Payaso. Ahora entrena a la selección argentina sub-17, una generación que tiene tanto que ver con la suya como la de nuestros bisabuelos con la nuestra: una fractura inmensa que sin embargo se sigue reuniendo alrededor de un balón como una vieja tribu de códigos primitivos. Esos chicos tiene ahora algo que no tenían los Aimar: más de todo, incluida la fama y el dinero. También su pasado exhibido en redes sociales como especie de biografía que nosotros, los del 78, teníamos escrita en las carpetas y hoy, los del 96, tienen colgadas a la vista de todo el mundo (he visto periodistas juzgando con muchos argumentos y enorme solemnidad tuits de Ceballos escritos cuando el jugador tenía 14 años).
Pero la principal diferencia tiene que ver con el tiempo. El tiempo para triunfar, que parece que siempre se está acabando, y el tiempo para ver un partido entero: somos, según Aimar, la última generación que lo hace. Aún falta para que también seamos la última generación que lo juguemos.
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