Kittel logra la victoria más ajustada en la historia del Tour por tres diezmilésimas de segundo
El alemán se impone sobre Boasson Hagen por seis milímetros en el sprint de Nuits Saint Georges
De la tierra a la luna hay seis milímetros, la distancia entre el lamento y la exaltación. La distancia que medió entre la victoria de Marcel Kittel en la interminable recta de Nuits Saint George y la derrota de Edvald Boasson Hagen, remontado sobre la línea que señalaba el final de la etapa, iniciada 213,5 kilómetros antes, o, usando la unidad de medida que puede darle pesadillas al ciclista noruego vencido, 213 millones quinientos mil milímetros. En tiempo, 5h 3m 18s, y un pellizquín más.
En la novela de Julio Verne, Michel Ardan lanzado por un cañón en un proyectil cilíndrico-cónico tarda 97 horas en llegar a la luna, que para él estaba a 384.400 kilómetros. Después de alunizar desembarca y antes de volver a la tierra deja de recuerdo en el satélite de la noche una botella de borgoña, un Nuits Saint Georges Grand Cru, un detalle que más de un siglo después agradecerían los astronautas del Apolo XV, que bautizaron Saint George (en inglés) el cráter junto al que se había depositado su nave.
🔎🔎🔎WOOOOW@marcelkittel vs @EBHagen#TDF2017 pic.twitter.com/2DckabIJU6
— Tour de France™ (@LeTour) July 7, 2017
La luna es Saint Georges, el pueblo del pinot noir en el que el eléctrico Kittel, como un rayo, velocidad sin materia, para tener derecho a brindar con su vino, debió recorrer los seis milímetros en tres diezmilésimas de segundo. Poesía recitada a la velocidad de la luz e impresa en una fotofinish. La sublimación del sprint. Nunca en la historia del ciclismo de carretera se había logrado medir con tanta precisión, más propia de carreras de fórmula 1, con bólidos que multiplican por cuatro la velocidad con que unas piernas pueden impulsar una bicicleta varios centenares de metros. Fue una diferencia inexistente a la vista de los ojos de los comisarios, cronometradores y comentaristas más expertos. O, al menos, los más viejos del lugar no lo recuerdan. Tampoco la imagen del fotofinish que publicó el Tour ayudaba a discernir mucho, tan baja resolución presentaba, tan groseras las líneas que marcaban dónde se había medido. Los responsables de Tissot, la empresa que mide el tiempo en el Tour, no aceptaron preguntas ni mostraron la imagen que les señala las mínimas diezmilésimas, lo que hizo sospechar a los escépticos que el relojero suizo no posee en la carrera equipos capaces de medir más allá de la milésima. La historia escrita así sería tan ficción científica, con más ficción que ciencia, como las de Julio Verne, siglo y medio después.
Nunca un derrotado aceptó tan graciosamente una condena al segundo puesto, sin derecho ni a vino ni a champagne ni a podio. “Tampoco estuvo tan mal, quedar segundo”, dijo Boasson Hagen, un ciclista que no es un sprinter puro, al que le sobra blandura y le falta locura y temeridad para medirse con los mejores.
“Boasson Hagen me sorprendió en Troyes, cuando quizás lanzó demasiado pronto su sprint”, dice Kittel, que ya lleva tres etapas en el Tour del 17, dos de ellas seguidas, y ya le ha despojado a Arnaud Démare del maillot verde de la regularidad. “Nunca pensé que Boasson pudiera ser tan buen sprinter”. El noruego lanzó antes su carga y Kittel trabajó duro para remontar y lanzar con más energía su bici con el golpe de riñones.
Kittel, que bebe velocidad y se alimenta de ella, no recuerda tampoco una decisión tan ajustada en su vida. “El año pasado le gané a Coquard en Limoges en la fotofinish”, recordó el alemán, el único sprinter que calza frenos de disco en su bici. “Pero entonces la diferencia fue un pelín más grande”.
El sprinter del Quick Step ya ha conseguido 12 victorias en los Tours que ha disputado, y ha igualado a Erik Zabel como el alemán con más triunfos de etapa. Del primero absoluto, las 34 victorias de Eddy Merckx, al que Mark Cavendish, que lleva 30, se le acercó al Tour pasado. “Pero yo no corro para batir récords”, dijo Kittel, a quien su patrón, Patrick Léfèvére le recuerda siempre que no se ponga estupendo, que a él fijan el sueldo anticipando las victorias que debe conseguir, y que ganando no hace más que justificar su salario. “No sé cuándo se contentará el patrón con mis victoria, pero no me importa. Yo solo corro porque me divierte ganar”.
La luna les llega a los sprinters como una recompensa rápida, y cada día pueden tocar una. Para los que luchan por la victoria final, la luna está en París, y para alcanzarla tiene que empezar a superar este fin de semana las montañas del Jura, que les harán llorar y gozar.
En Rousses, calor y asfalto derretido
Contador está avisado. Su sentido épico se verá agrandado el fin de semana. En la sala de prensa, un lugareño dijo: cuando el sol atiza fuerte, en los montes del Jura atiza de verdad. Y el hombre de los datos recordó: justo en 2010, en la estación de Rousses, a 1.200 metros, se alcanzó la temperatura de asfalto más alta desde que hay registro en el Tour: 63 grados. Los que allí subieron, recuerdan zapatillas y tubulares clavándose en asfalto derretido, y el calor. No hay previsiones para 2017, pero hace calor de verdad en Borgoña.
A Rousses, tras una subida no muy dura, vuelve el Tour este sábado y Contador, que en la meta de Kittel recordó el gran desgaste que supone el estrés de etapas llanas con viento y, encima, el calor, qué desgaste, tantos días al sol en etapas de más de cinco horas, tendrá que disputarla con zapatillas nuevas. “Íbamos tan apretados, juntitos porque nadie quería quedar descolocado por miedo a que el viento creara huecos, que la rueda de un ciclista vecino me cortó la zapatilla izquierda”, dice el escalador de Pinto que, a los 34 años, alcanza la máxima eficiencia de pedalada sentado, en posición rígida. “Por suerte, no llegó el corte al dedo… Pero esto es el único incidente. No me he caído ningún día, lo cual es una gran noticia”.
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