Wimbledon, solo Wimbledon
En este torneo se solemniza lo que es ordinario en cualquier otro y se extrema el cuidado y cumplimiento de cualquier consigna, por insignificante que parezca
El 1 de julio de 2006, Rafael jugó un partido en La Catedral que nos hizo sentir parte de algo muy especial: lo que resultó ser el último encuentro de André Agassi en Wimbledon. Justo antes de empezar el torneo, el norteamericano había anunciado que se retiraría después del US Open y, por consiguiente, esa era la última edición de un tenista mítico.
Mi mujer y nuestro hijo Toni, de tres años y medio, estaban allí para ver el partido pero, cuando se dispusieron a acceder a la pista, el revisor de la puerta, cuyas maneras no desmerecerían al lord de mayor rango de la Cámara Alta, les dijo que el niño no podía entrar. Le explicó a mi mujer con sumo detalle que su obligación era impedir que por su puerta entrara nada que pudiera perturbar el silencio requerido. Y, si al final les dejó entrar, no fue sin antes largarles que esa era una mala decisión por mucho que las normas escritas no lo impidieran.
En este torneo se solemniza lo que es ordinario en cualquier otro y se extrema el cuidado y cumplimiento de cualquier consigna, por insignificante que parezca. Wimbledon no es apto para innovadores. Las tradiciones se mantienen desde 1877, las estrictas normas se cumplen a rajatabla y las buenas formas no admiten excepciones.
Cuando llegas al All England Lawn Tennis and Croquet Club se respira un aire añejo y distinguido. Lo primero que impresiona es el estado perfecto de las pistas. Aquí se riza el rizo. Las calles del club lucen miles de petunias y hortensias que no desdicen jamás los tres únicos colores que ves desde que cruzas la puerta de entrada: el verde, el púrpura y el blanco.
Los 300 empleados, que mantienen el grosor del césped de las 19 pistas de competición en 8mm y en un estado impecable todo el club, presentan ellos mismos una apariencia impoluta vestidos con sus uniformes de color verde, al igual que los jueces de línea, cuya elegancia firmada por Ralph Lauren les obliga a coordinarse unos con otros incluso para quitarse la chaqueta si hace calor.
Como es bien sabido, los jugadores —así como cualquier técnico que entre en la pista de competición, aunque solo sea para entrenar— debemos vestir enteramente de blanco, ni “blanquecino ni color crema”, y jamás puede insinuarse a través del pantalón el color de la ropa interior.
Yo diría que el tenis sobre hierba es el más bonito de todos si no fuera por el saque
Uno podría deducir, incluso, que el sonido sordo y apenas audible de la bola sobre la hierba es consecuencia de la inercia general a preservar el elegante y sigiloso ambiente, que solo se interrumpe por los aplausos de un público que nunca vitorea, ni silba, ni grita, ni vocea consignas.
A cada cual le puede gustar más o menos esa solemnidad. A algunos puede parecerles ridícula y a otros admirable. Daría para una reflexión más larga, aunque posiblemente sea las dos cosas a la vez.
Wimbledon se disputa tan solo dos semanas después de Roland Garros y el cambio a la nueva superficie es harto complejo. Los desplazamientos sobre la hierba son complicados. La zapatilla no tiene un agarre fácil y la sensación de inestabilidad es más elevada. La bola bota muy poco, lo que exige levantarla más en el impacto y flexionar más las rodillas, de ahí gran parte de los problemas que ha arrastrado Rafael en los últimos años. En las otras superficies la agresividad se imprime con un golpe que va de arriba hacia abajo. Aquí esto es más difícil.
Yo diría que el tenis sobre hierba es el más bonito de todos si no fuera por el saque, que te provoca la ansiosa sensación de empezar todos los puntos con un penalti. Esto resta vistosidad al juego, ya que los puntos se ven interrumpidos continuamente y, por tanto, hay menos intercambios.
Es verdad que los organizadores y responsables han intentado paliar este problema con una bola con menos presión, un poco más lenta, y cambiando las características del pasto para ralentizar el juego. De momento, no lo han conseguido.
La pasión se renueva al inicio de cada torneo. Roland Garros fue ayer. Hoy es Wimbledon.
Hace apenas dos semanas, a punto de disputar la semifinal de Roland Garros, le hice una pregunta a mi sobrino, a pesar de que yo conocía perfectamente la respuesta de antemano. “¿Firmarías ganar este Roland Garros y perder en Wimbledon en primera ronda?”. “¡Por supuesto!”, me contestó él, impulsado por la ansiedad del momento. Yo hubiera contestado lo mismo.
Hoy, desde Wimbledon, y ocupados en lograr una rápida adaptación que nos dé seguridad y solvencia, estas palabras han pasado a mejor vida. No es que no nos acordemos de Roland Garros, es que ya no nos preocupa. El máximo reto ahora es Wimbledon y poder convivir con nuestro amigo, el solemne revisor, cuantos más días mejor. Esta, creo yo, es la grandeza del deporte: lograr mantener viva la llama de una pasión que se renueva al inicio de cada torneo. Roland Garros fue ayer. Hoy es Wimbledon.
Menudo alivio no haber firmado nada.
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