El Barça solo flota
El delirio del gol de Messi en el Bernabéu empujó al equipo a pensar que la Liga estaba al alcance de la mano. Y era verdad, pero la verdad era un sueño
A veces un club, en este caso el Barça, va a la deriva y se encuentra con un objeto flotando, al que se agarra para descansar: de pronto es la Copa del Rey. “Uff”, piensa. Ciertas maniobras significan a la vez una derrota y una victoria. Tras un año errático, en el que acabaste a merced del oleaje, descubrir que la Copa flota, y que es tuya, evita que estés completamente muerto. Digamos que, gracias a ella, lo estás solo de cintura para abajo. El resto del cuerpo permite festejar el triunfo. Obtener la Copa, cuando estuviste más o menos cerca, pero en el fondo muy lejos de conquistar la Liga y aún más la Champions, puede equivaler a una pequeña ruina para un club de la talla del Barça. Pero ¿y si es cierto que solo la ruina te defiende de una ruina mayor? Démosle una vuelta a esta idea. Algunos días uno está a solas con sus insignificantes consuelos, y no es poco. Me viene a la cabeza un señor al que una vez vi marcharse de un local tambaleándose. Se adivinaba que el día siguiente sería uno de los peores de su vida. Salió por la puerta trasera, y en el callejón le dieron una paliza entre tres. En lugar de irse a casa, y ponerse a salvo, regresó al local. Tenía una oreja medio arrancada, colgando, y pidió una cerveza bien fría para suturar. Fue una victoria postrera, encerrada en una derrota.
Reducido a Leo Messi —cuyo fútbol es un complot para acabar con los imposibles—, el Barça ganó la Copa y disfrutó de su único momento verdadero del año. El equipo venía de vivir dos ficciones emocionales de enorme impacto, que casi consiguieron embaucar al barcelonismo. Primero se creyó que la remontada ante el Paris Saint Germain, inviable en los instantes previos, equivalía a ganar la Champions. Las alegrías llevan a confundirlas con éxitos. Casi es natural. Bajo cierta lógica, se dedujo que el mundo nunca olvidaría aquel partido de octavos, y que cada cierto tiempo se glosarían sus detalles como se hace con las grandes películas o novelas, levantadas sobre historias que a menudo nunca ocurrieron, pero que carece de importancia. Entonces llegó la Juventus y, como esos contables con jersey debajo de la chaqueta que te recuerdan que la felicidad se reduce al saldo de una calculadora, demostró que la gran gesta había servido para quedar eliminados en cuartos.
La segunda ficción se produjo en el Bernabéu, con gol triunfal de Messi en el último segundo. El delirio empujó al equipo a pensar que la Liga estaba al alcance de la mano. Y era verdad, pero la verdad era un sueño, como la temporada que el Barça del Tata Martino pudo arrebatar al Atleti la Liga en el último partido, y en el Camp Nou, y a la hora de la verdad apareció un rival en un córner y dijo “Hola, me llamó Godín y soy contable, y esta Liga es rojiblanca”.
Después de esto, cómo cuestionar que al fin la Copa es un título real, arrebatado al Alavés. No se puede. Lo es. Y sin embargo, produce consuelo más que éxtasis, al contrario que las ficciones del Bernabéu y el Paris Saint Germain.
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