Un perverso caso de honestidad
La fórmula Fowler podría aportar una solución: si la gente fuera diferente, si se pudiese depender de la honestidad de los jugadores, los errores arbitrales se podrían reducir casi a cero.
“Por lo general la honestidad da menos beneficios que la deshonestidad”. Platón
Hace 20 años, el 24 de marzo de 1997, Robbie Fowler, gran goleador del Liverpool, hizo algo a primera vista banal. Se quejó de una decisión arbitral. Resultó que de banal nada. Fowler protagonizó uno de los incidentes más insólitos de la historia del fútbol.
Fue en un partido entre el Liverpool y el Arsenal, siempre importante pero incluso más de lo habitual aquel día ya que ambos eran candidatos a ganar la liga. Fowler corría solo hacia el portero rival, David Seaman, con el balón en los pies. Seaman lo encaró dentro del área, se tiró a un costado y Fowler se cayó. El árbitro no dudó en señalar un penalti.
Fowler se levantó, se giró hacia el árbitro, sacudió la cabeza e indicó con las manos alzadas, en un gesto como de rendición, que no, que no, que no. ¿Que no qué? Los comentaristas de televisión estaban perplejos. “¡Increíble!”, dijo uno de ellos. “Robbie Fowler está diciendo que no…”. “Debe de ser”, interrumpió el otro comentarista, “que está diciendo 'no' a la posibilidad de que expulsen a David Seaman, lo cual es altamente posible…”.
Pero el árbitro no dio señales de querer expulsar al portero del Arsenal. Sin embargo, Fowler se siguió quejando. Rogó al árbitro que cambiase su decisión. “¡No, no, réferi!”. Pero el árbitro lo tenía claro. No admitió más discusión. Era penalti. Fowler se dirigió a Seaman y le dijo “Perdón, Dave…”. Se apartó, se puso las manos en las caderas, encogió los hombros, y sacudió la cabeza una vez más: un jugador de fútbol convertido en la imagen eterna de la amargura y la incomprensión ante las injusticias que nos depara el destino.
Eterna también, al menos desde que se inventó el fútbol, es la desesperación del aficionado ante los fallos arbitrales que perjudican a su equipo o favorecen al rival. Si el fútbol es el gran tema de conversación mundial, el 20 por ciento o más de esa conversación trata sobre los supuestos errores de aquellos hombres anónimos en la vida cotidiana que durante 90 minutos se convierten en seres todopoderosos, en figuras infalibles cuyas decisiones son tan inapelables como las del más despiadado tirano.
Hay quienes desean que se recurra a la tecnología para acabar con estas discusiones que tanto entretienen a media humanidad. Que se imite al rugby y que cada dos por tres se frene el partido para que un quinto o sexto árbitro sentado ante una pantalla en las alturas del estadio emita el juicio final sobre una entrada o un penalti. Con lo cual un partido medio acabaría durando no 90 sino 180 minutos. Y aún así seguirían los debates, como vemos cuando los paneles de expertos de la televisión vuelven a ver una jugada polémica diez veces en cámara lenta y tampoco se pueden poner de acuerdo.
Lo triste es que a nadie se le ocurre que la fórmula Fowler podría aportar una solución humana más eficaz que cualquier cámara, ojo de halcón o robot. Si la gente fuera diferente, si se pudiese depender de la honestidad de los jugadores, los errores arbitrales se podrían reducir casi a cero. “No, no, réferi, no fue penalti. No me tocó”. O: “No, no. No es tarjeta roja. Me rompió la pierna pero se resbaló. Lo hizo sin querer”. O, incluso más difícil de imaginar: “Sí, sí réferi, toqué la pelota con la mano intencionalmente. Es penalti”.
Se podría hasta llegar al extremo de oír una discusión entre dos jugadores rivales en la que uno le dice al árbitro: “No, no fue penalti a nuestro favor”, y el otro contesta, “¡Sí que lo fue!”.
Pero no podemos ni empezar a concebir que la humanidad evolucione a semejante nivel de nobleza. El infierno se helará, Jesucristo tendrá que volver a bajar a la tierra antes de que confesiones de este tipo salgan espontáneamente de las bocas de los jugadores de las grandes ligas profesionales. Lo de Fowler fue solo un atisbo, atrozmente fugaz, de una inalcanzable utopía.
Él mismo no dudó en volver al poco rato a las cavernas. Tiró el penalti con toda la intención de marcar. Seaman lo paró pero del rebote otro jugador del Liverpool metió la pelota en la red. Fowler celebró el gol con el mismo delirio que el resto de sus compañeros.
Bueno. Algo es algo.
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