Ranieri contra Srivaddhanaprabha, el enemigo de la humanidad
El Leicester City despidió al entrenador italiano por dinero. El magnate hizo lo mismo que los dueños de otros clubes
“Una hora de gloriosa vida vale una vida sin nombre”. Walter Scott, escritor escocés.
Aquí en Inglaterra, como en todos lados, los nativos tienen sus objetos de odio, típicamente personas famosas que dividen la opinión pública, siendo para otros objetos de admiración. Vienen a la mente Margaret Thatcher, Tony Blair, Nigel Farage, Victoria Beckham, José Mourinho y Camilla Parker-Bowles.
Pero esta semana ha ocurrido algo insólito. Ha aparecido alguien que se ha vuelto objeto de odio por unanimidad, sin un voto en contra. Se llama Vichai Srivaddhanaprabha, es tailandés, dueño del Leicester City y su pecado ha sido despedir al entrenador del equipo, Claudio Ranieri, la persona más querida de Inglaterra con la posible excepción de la reina Isabel.
Para entender por qué Ranieri es tan venerado, aparte de que es uno de esos italianos simpáticos que caen bien a todos, hay que empezar por recordar que aquí como en muchos países la autoestima patria y el fútbol son inseparables. En este terreno los ingleses no han tenido mucho que celebrar. Su selección es una vergüenza; sus clubes sufren cuando cruzan la Mancha al continente europeo. Pero la temporada pasada ocurrió algo que les colocó fugazmente en el centro del mapamundi futbolero. La conquista del título por el Leicester, el David que humilló a Goliats como el Chelsea o el Manchester United, permitió a los ingleses alimentar su principal motivo de orgullo: que en la Premier League cualquiera puede ganar a cualquiera; que es el campeonato más competitivo que hay.
La insegura isla brexitera, tan asustada de los vecinos europeos, se pudo sentir importante una vez más. La bandera nacional ondeó en Leicester sobre el estadio con el nombre menos modesto de la tierra, el King Power.
Lo cual nos vuelve a la figura del señor Srivaddhanaprabha. King Power es cómo se llama el imperio de tiendas “duty free” con el que el multimillonario tailandés ganó el dinero para comprar el Leicester en 2010. Traición vil es lo que los ingleses llaman lo que le hizo a Ranieri cuando lo despidió el jueves pasado. Las redes sociales, las radios, las televisiones y los diarios se hicieron eco de las denuncias que emanaron de las grandes figuras. “Ya no hay principios”, decía Mourinho. “Ya no hay sentimiento", decía Gary Lineker. “Ya no hay amor", decía Michael Owen.
El subtexto era siempre el mismo: el dinero manda en el fútbol profesional. La sorpresa es que esto se haya considerado una sorpresa. Srivaddhanaprabha simplemente actuó según la lógica empresarial que obedecen los clubes de fútbol en Inglaterra y en todos lados, sin excluir España.
El Real Madrid despidió a Vicente del Bosque justo después de que su equipo ganase la Liga porque su presidente consideró que no potenciaba la marca. Leo Messi y su padre defraudan a Hacienda y ahora presionan al Barcelona para que le paguen aún más millones de euros; si el club se resiste quizá el mejor jugador del mundo siga negándose a celebrar sus goles, decepcionando a las multitudes en todos los continentes que adoran al Barça y que, al fin de cuentas, le financian el sueldo.
El Leicester despidió a Ranieri por dinero también, obviamente. Tras la gloriosa aberración de la temporada pasada el club ha vuelto a la normalidad: pierde partido tras partido y tiene el descenso a la vista. Si cae a segunda perderá cien millones de euros. Srivaddhanaprabha hizo lo mismo que han hecho los dueños de otros tres clubes ingleses en la pelea por evitar similar catástrofe: cambiar de entrenador como último desesperado intento de permanecer en el palacio dorado de la Premier.
No es noble. Es feo. Huele mal. Tras el seductor perfume que sopló por todo el planeta cuando el Leicester se proclamó campeón, es como un pedo en un ascensor. Pero no es la primera vez ni será la última que los amos del fútbol atentan contra la lealtad, la gratitud y otros valores que comparte toda la humanidad. Así es este negocio. Al que no le guste, que se vaya con la música a otra parte. Pero no nos engañemos: pocos se irán. Seguiremos siendo esclavos de lo que no deja de ser el juego más bonito y el mejor teatro en vivo que hay. Ranieri tuvo su momento de gloria, y buena suerte para él, pero el ruido que su despedida genera no marca ningún cambio de rumbo; acabará siendo poco más que otra tema pasajero de indignación.
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