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El Baskonia gana al Tenerife en un duelo mano a mano

Larkin (26 puntos) y Grigonis (23) protagonizan un partido trepidante que se decantó al final a favor de los anfitriones

Marius Grigonis busca el tiro ante Illimane Diop
Marius Grigonis busca el tiro ante Illimane DiopEFE

Tenía, por definición, el Baskonia todos los sortilegios en su contra: porque era el anfitrión, ya que solo dos han conquistado el título; porque el Iberostar le había comido la moral, ya que Txus Vidorreta llevaba un 4-0 contra el Baskonia; porque el equipo canario es el segundo de la Liga, y porque el Baskonia está irregular como una piedra Pómez, lejos de aquellas piedras planas de los ríos que le permitían hacer ondas en los partidos, y jugar con el partido como se juega con el agua. Por eso el sortilegio era una amenaza.

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Pero en el deporte de las estadísticas, el ingenio es el rey. E ingenio le sobra a Larkin, el base impávido, el jugador que habla con las manos y no mueve los labios, ni las cejas, una especie de ventrílocuo del baloncesto que te mira sin mirar y te anota sin que le veas y te habla con un leve giro de sus dedos.

Larkin lideró el ánimo, los puntos, la autoestima y el coraje del Baskonia. Lo mismo le ocurría al Iberostar con el lituano Grigonis. Y entre ambos entablaron un diálogo tan interesante como fluido, una conversación privada con comentarios interesantes de Beaubois, con sus canastas imposibles, de Bogris, en el otro lado, con sus rebotes increíbles, de Diop, con sus brazos como un pulpo, de San Miguel, inquietante pero irregular, de Budinger, por fin protagonista en defensa y en ataque.

El volante de la victoria

La magia de Iberostar encontró en Grigonis a su hechicero, pero no contaba con Larkin ejerciendo de sumo sacerdote, ágil de piernas, largo de brazos, con la cabeza fría y el corazón caliente. Sin mover los ojos ni los labios anotó 26 puntos y, lo que es más importante, le transmitió a su equipo que estaba dispuesto a conducir el volante de la victoria.

Todo fue ajustado, con el Baskonia por delante. Por siete puntos en el primer cuarto, cuando Tillie, el jugador silencioso lanzó varios cohetes al cielo que iluminaron al Baskonia; 45-34 en el segundo, cuando Diop enlazó al equipo bajo el aro y Bogris al suyo en el contrario. Eran como dobles parejas que buscaban la carta más alta. En el tercero reaccionó Iberostar, alternando defensa como le gusta a Vidorreta, para confundir al rival. Y lo consiguió. Un grande, Bogris, un mediano, Grigonis, comenzaron a agujerear al Baskonia hasta ponerle nervioso. Al Baskonia, no a Larkin, el impávido, el que parece que siempre está pensando. Y comenzó el duelo entre el americano y el lituano, dos estilos con idénticos resultados, más volcánico el primero, más cerebral el segundo. La canasta de uno la respondía el otro, el triple de uno lo contestaba el otro. Ya no era cuestión de sortilegios sino de talento. Ahí no valen los misterios.

Y el Baskonia resistió las acometidas de un buen Iberostar que fue capaz de corregir su déficit de rebotes pero no sus errores en los triples. Cuando lo hizo ya era tarde. Aunque el equipo canario resistió hasta que vio lejos la orilla. No le daban las brazadas, porque a Larkin le dio por correr, por botar, por transigir, por tirar. Por jugar, en definitiva. Y el primer maleficio del anfitrión lo venció el Baskonia con los apuros esperados, con la urgencia prevista.

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