Robo
Lo cierto es que cuesta creer que los árbitros se hayan convertido en los grandes protagonistas del fútbol actual pero entre todos lo hemos logrado, felicidades
No se me ocurre mejor ejemplo para explicar la relación entre los árbitros y los medios de comunicación que aquella anécdota que siempre cuenta Juan Tallón cuando visita algún centro penitenciario para hablar sobre fútbol y literatura a los reclusos. Sucedió en Ourense, hace unos años, donde un anónimo periodista de un medio local completaba su famélico salario con las cuatro perras que le pagaban por jugarse la vida arbitrando partidos de categoría regional. Una tarde, después de un duelo vibrante pero plagado de decisiones polémicas que no contentaron a ninguno de los dos equipos, nuestro héroe decidió ser honesto con sus lectores hasta el punto de que la crónica que escribió, aplastante, comenzaba de la siguiente manera: “Desastroso arbitraje en el estadio del Malecón”.
Lo cierto es que cuesta creer que los árbitros se hayan convertido en los grandes protagonistas del fútbol actual pero entre todos lo hemos logrado, felicidades. No hay más que ver lo sucedido este mismo martes en el Camp Nou: un duelo apoteósico, vibrante, con varios de los mejores futbolistas del planeta sobre el campo y que terminó reducido a un cruce de acusaciones y reproches, carne picada para tertulias broncas y columnas de opinión que se incendian a poco que las acerquemos a cualquier fuente de calor. Lo mismo cada semana, ya no parece haber vuelta atrás.
Reconozco que hubo tiempo donde estas polémicas tenían su gracia, cierto encanto. Recuerdo con una sonrisa aquella vez que ‘El Día después’ nos mostró a un jugador del C.D. Ourense que, tras discutir con un linier, se giraba hacia la cámara y preguntaba “¿Viste lo que me dijo?”, o aquella otra en la que un Fernando Hierro desencajado, con las manos a la espalda, se encaraba con Gracia Redondo y le espetaba el icónico “¡Ya no sabes cómo jodernos!”. Eran escenas muy puntuales, de las que se grababan en nuestra memoria por excepcionales, por su carga simbólica, y que nada tienen que ver con el exceso de oferta que sufrimos hoy en día. Futbolistas, entrenadores, directivos, periodistas… Todos parecemos empeñados en que alguien se pregunte por qué demonios le gusta tanto un deporte que sus principales actores denuncian podrido desde la base, especialmente cuando pierden.
Tan solo el aficionado debería tener derecho a quejarse de los árbitros, a fin de cuentas es el único que no puede influir de manera directa en el resultado. Protestar e indignarse es su única función dentro del club al que hincha, su único deshago ante la imposibilidad de chutar a puerta, echar al entrenador o fichar a este o a ese futbolista. Por eso yo admiro a tipos como Don Eugenio, un madridista de alma inquebrantable y dedos amarillos por el tabaco. En cierta ocasión, viéndolo al borde del infarto tras reclamar cinco penaltis que el trencilla había escamoteado a su equipo, su hijo se le acercó preocupado y, discretamente, le dijo: “Los de blanco son el Sevilla, papá”. Don Eugenio lo miró de arriba abajo, comprobando si aquella era, de verdad, carne de su carne. Incorruptible y enérgico, le dio otra calada al pitillo, golpeó la mesa con la mano abierta y contestó: “¡Da igual, es un robo!”.
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