¡Protesto!
No imagino el fútbol sin protestas. ¿Jugar sin hacer aspavientos al árbitro, ni dar una patada a la publicidad lateral, o sin gritar “me cago en la puta” después de un fallo garrafal? Difícil. Me temo que sin reproches el mundo se volvería un lugar plácido, dulce, casi inhabitable. El exceso de buenos modales, cuando en la infancia jugábamos a dar las gracias, ceder el paso, tratarnos de usted, taparnos la boca para toser, sólo producía parodias. Sencillamente, resulta inimaginable vivir sin enfadarse cuando las cosas salen al revés. No se entrena, como los lanzamientos de falta o las ayudas en defensa, y sin embargo, quizá la protesta sea uno de esos factores secretos que favorecen la supervivencia del fútbol. Parece algo tan ajeno al orden táctico, al juego en sí, tan intrascendente y frívolo, que sin enfados el fútbol bien podría desaparecer. Forman parte de la vida, como los errores.
La protesta posee la forma de un placer tosco que nunca erradicaremos. Cada jornada se reiteran los mismos gestos, gritos, a veces insultos, que revelan las mismas frustraciones, rebeldías, y a veces tarjetas. La naturaleza tiende a la reincidencia, y casi siempre son los mismos futbolistas quienes más se enfadan y despotrican, como si por dentro se recitasen a Carver, cuando al final de su poema Lluvia se pregunta: “¿Viviría mi vida otra vez? ¿Con los mismos errores imperdonables? Sí, a la mínima posibilidad que tuviera. Sí”.
En un viejo relato de Roberto Fontanarrosa sobre las protestas, titulado Fútbol y ciencia, cuenta que en 1988, en el Duisburg Stadium de Oberhausen, durante el partido que enfrentaba al Ruhr 214 y al Postfach, se probó un sistema de arbitraje a distancia, llamado Arbipeissal Und Perspektiven, con el que se reducirían los errores y los abucheos. A unos cien metros del estadio habían levantado una misteriosa torre de cemento, con forma tubular, de 65 metros de altura. En el interior, en la nave central, había 127 pantallas de televisión, prolijamente alineadas, y frente a ellas tres hombres: el árbitro y dos jueces de línea. Alejados de los gritos ensordecedores del público, y ajenos a la presión y el hostigamiento de los jugadores, “los colegiados pueden dirigir, asépticamente, el encuentro”, escribe Fontanarrosa.
Apenas se comete una infracción, el sistema la detecta y el árbitro pulsa un botón, que acciona un silbato estridente que se escucha en todo el estadio. El Arbipeissal Und Perspektiven “admite el encanto de la controversia”, y permite resquicios para la protesta, de modo que unos y otros puedan “exorcizar sus frustraciones y represiones” denostando el arbitraje. Pobre fútbol, si no. A los pocos meses de instalarse, se produce un revolucionario adelanto en la forma de protestar. En un Belelux-Astipalaia de gran rivalidad, tras un discutido fallo arbitral, un misil M-L7, versión soviética de segunda generación, reduce a polvo la torre de control. Se cree que lo accionó un aficionado desde la grada norte. “Ellos también han progresado mucho”, admite el presidente del Consejo Arbitral.
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