Barcelona, capital del mundo en 1986
A partir de la ilusión y el orgullo colectivo, la ciudad combatió a los escépticos y a los críticos
Muy pocas decisiones han provocado una explosión de entusiasmo popular tan rotundo como la concesión el 17 de octubre de 1986 de los Juegos Olímpicos de 1992 a Barcelona. A la euforia ciudadana contribuyó el suspense creado por Samaranch cuando anunció en el Palais de Beaulieu de Lausana: “À la ville de...”. Y, después del silencio, añadió de forma enigmática: “Un de moment” (sic)… À la ville de…”, para rematar con un inconfundible acento catalán: “Barcelona”. Y Barcelona se puso a saltar de alegría con su alcalde Pasqual Maragall.
Aunque el protocolo olímpico provocó una cierta duda en la expedición, Barcelona solo estaba preparada para ganar, incluso después del acelerón final de la candidatura de París. Querían los Juegos los deportistas, los clubes y las federaciones, el deporte catalán y su tejido asociativo, garante del espíritu olímpico e implicado siempre con la ciudadanía: no ha habido mejor lema histórico que el de Esport i Ciutadania ni se recuerda un movimiento más pionero que el del voluntariado en Barcelona-92.
No fue casual que Barcelona organizara la Olimpiada Popular de 1936.
Igualmente entusiasmada estaba la Administración. Había muchos profesionales liberales que tenían una nueva ciudad en la cabeza, desde los técnicos municipales hasta los arquitectos e ingenieros, y naturalmente los políticos eran ambiciosos, sobre todo el alcalde Narcís Serra, antecesor de Maragall. Querían que la ciudad se abriera al mar y recuperar la montaña de Montjuïc. No alcanzaba con una serie de actuaciones selectivas sino que se imponía una obra de un impacto para eliminar sin contemplaciones lugares comunes y antagónicos, buenos y malos, porque el fin justificaba los medios y había que abrir paso para las rondas de acceso y salida de Barcelona. Las chabolas y los chiringuitos tenían que ceder para que el Eixample llegara hasta el Mediterráneo.
No alcanzaba con una serie de actuaciones selectivas sino que se imponía una obra de un impacto para eliminar sin contemplaciones lugares comunes y antagónicos
Nada mejor que un acontecimiento mundial para transformar la ciudad y proyectar una imagen de modernidad después de los cambios políticos y del golpe de Tejero en 1981. El PSOE había ganado las elecciones en 1982 y en 1985 se firmó el Tratado de Adhesión a la Comunidad Europea. “Lo que es bueno para Barcelona es bueno para Cataluña y lo que es bueno para Cataluña es bueno para España. Visca Cataluña”, afirmó Maragall, como recordaba ayer Santiago Tarín en La Vanguardia.
La complicidad política también fue empresarial con la creación del Holding Olímpico. Y el sector público y el privado mezclaron muy bien con la bendición de Samaranch, decisivo en la suerte de Barcelona desde que en 1979 compartió con Narcís Serra la idea de una Barcelona Olímpica en la Gala de El Mundo Deportivo.
El plan solo sería posible si Samaranch era elegido presidente del COI, como explicó el propio exalcalde a Jordi Basté en El mon a Rac 1, y así sucedió en 1980. Las cosas salieron de fábula, porque nunca hubo miedo al fracaso, incluso cuando cundió la alarma en 1989 al inundarse el estadio de Montjuïc, y siempre se actuó con grandeza, no como una ciudad de provincias, pese a no ser capital de Estado. No hubo dudas a pesar de que para el mismo 1992 se anunciaba la Expo de Sevilla y Madrid sería capital cultural de Europa.
A partir de la ilusión colectiva, Barcelona combatió tanto a los escépticos como a los críticos, y no solo consiguió ser el centro del mundo sino que la fascinación que provocó el evento cambió a partir de entonces la concepción de los Juegos. Los mejores deseos acostumbran a cumplirse cuando se defienden con el orgullo y la fuerza de aquella Barcelona de octubre de 1986.
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