Yannick
Hay pocos lugares más peligrosos para vivir que la banda de un campo de fútbol. Allí se pueden encontrar todos: el público, el juez de línea, el extremo de vida desvalijada y el lateral. El compañero Cabeleira recordó una vez aquel entrenador, Moreno Castillo, que desde la banda (allí también están los entrenadores, incluso los suplentes) gesticulaba con alaridos mandando al equipo a abrir el juego: “Andate por los costados que por el medio es Vietnam”. En realidad por el centro se pueden aclarar las cosas, pero para eso se necesita un buen equipo; en la banda, sin embargo, a veces basta un loco.
El último que el fútbol español ha descubierto es un jugador con trazas de gigante que juega en el Atlético de Madrid, Yannick Carrasco. Que se quitó el primer apellido porque su padre dejó a la familia cuando era bebé. Que juega evocando aquel apodo, el más maravilloso que existió nunca, que tuvo Garrincha: “La alegría del pueblo”. No se trata sólo de jugar saliéndose del margen, se trata de hacerlo con rabia. Carrasco es un tiro, un gambeteador y un fusilero. Se deja arrimar, engaña y golea. Contra el Granada marcó goles de hombre que aparece, ese ser indetectable que deambula por su banda cuando el juego está en la contraria, y se acerca al área como un depredador exótico sin que ningún defensa lo huela.
En la final de Champions, Carrasco hizo lo propio: salió de no se sabe dónde para rematar delante de todo el Madrid un balón que llegaba manufacturado desde la banda contraria. Tras marcar, La alegría del Pueblo se fue a besar a su novia. En una final de Copa de Europa, ese chico de 22 años empató el partido en los últimos diez minutos y desapareció entre los brazos de una mujer. Pudo haber sido los de su madre, una exmadridista confesa que fue asidua del Bernabéu y que se ha convertido con la misma pasión que Raúl; una mujer a la que parte de la distinguida prensa española dedicó sus mejores piezas para contar lo buena que estaba.
“El regate me da placer”, dijo la temporada pasada a este periódico. La banda es un extraordinario lugar para vivir y para morir. Sin espacio, el extremo crece y el balón parece más pequeño. Por allí levantaron sus carreras Cristiano y Messi cuando antes de ser leyendas sólo eran finos, terribles y desafiantes. Allí está ahora, a pierna cambiada, Carrasco levantando su estatua. “Mi estilo es ir hacia delante”, dijo una vez. Es un jugador que quema si lo tocas. El Calderón, un estadio que también es una hoguera, lo ha convertido Carrasco en una pecera personal: una enorme y larga banda desde la que destruir al adversario.
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