El odioso fútbol moderno
El fútbol ya forma parte del circuito de los multimillonarios. Cada vez más sus dueños son individuos que no sienten nada por el club que presiden
En una de esas cenas de compromiso a las que acudes de mala gana porque piensas que te vas a morir de aburrimiento, o de hambre, me tocó sentarme junto a un señor que a la hora de las copas me contó que coleccionaba peines. Menudo imbécil, pensé. Tenía miles, de todas las formas, colores, procedencias; algunos ni siquiera servían para peinarse. Esta clase de colecciones me habían parecido siempre ridículas y enfermizas. Lo felicité, y me fijé en su cabello, por si estaba calvo; eso habría dado más valor a su colección. Después, con cierta ingenuidad, le pregunté si acaso era peluquero o barbero. Negó con la cabeza. Precisó que tenía una fábrica de tornillos. Pero le gustaba mucho peinarse, dijo sonriente.
Menciono esta historia cada vez que un jeque o un empresario chino compran un club de fútbol para su colección de objetos de negocio. ¿Qué puede hacer que un tipo al que no le gusta el fútbol, se sienta de pronto interesado por el fútbol? ¿El fútbol? No, por favor. Hablamos de hombres de negocios que no tienen predilección por unos colores, sino por una oportunidad. El mercado no necesita sentimientos, ni pasiones, ni hinchas. En cierto sentido, usan los clubes que compran para peinarse. A su modo, se trata de un objeto que posee cierta belleza. Si un día el equipo se hunde, o el beneficio toca techo, se atusarán el pelo, pensarán que sólo se trataba de un negocio, y se irán a jugar con su dinero a otra parte. Hay más peines en el mundo. Quizá a continuación adquieran Chevrolet, The New York Times o el Empire State.
El fútbol ya forma parte del circuito de los multimillonarios. Cada vez más sus dueños son individuos que no sienten nada por el club que presiden. Cuando no sea rentable, nada los unirá a ellos. Menos que nada, una emoción, tan perjudicial para los negocios. No son de ese equipo, simplemente poseen su propiedad. Aprecian su valor comercial, pero ignoran qué es conmoverse por algo que sucede dentro del campo, durante el juego, y que remite a los afectos. Estos son lo único que sobrevive desde que se inventó este deporte, y lo que está en peligro desde que se convirtió en eso que llamamos odiosamente fútbol moderno, y la publicidad, las televisiones y los especuladores tomaron el control.
No sé por qué, al pensar en todo ello me viene a la cabeza la segunda temporada de Los Soprano, cuando el dueño de una tienda de deportes, amigo de la infancia del propio Tony Soprano, consigue que éste lo acepte en una de sus partidas de póker. No le va bien y contrae una deuda estratosférica. Para cobrarla, Tony asume la gerencia de su tienda, y empieza a realizar pedidos y más pedidos a proveedores. “¿Por qué me dejaste entrar en aquella partida?”, pregunta arrepentido el propietario, que ve venir su ruina. “Sabía que tenía este negocio; es mi naturaleza”, admite Tony. “¿Cuál es el final?” “El final es bancarrota total. No eres el primer tío al que dejamos sin blanca. Así es como yo me gano la vida”.
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