Ha llegado Godot
Cuando el cuarto árbitro desvela el tiempo añadido, el fútbol se adentra en un escenario fantasma
Algunas noches el fútbol depara últimos minutos tan asombrosos que de repente aparece Godot. Hablamos de ese tramo de los partidos que se juega en el más allá, cuando el cuarto árbitro marca los minutos de descuento, que producen el efecto del paso lento de los años. Es fácil llevarse a engaño, y presuponer que lo que no ha sucedido ya, en hora y media, tampoco va a pasar ahora. Se trata de una flaqueza del proceso deductivo. Empiezas a frotarte las manos. Reniegas de las fuerzas ocultas. Eres mecanicista. Para todo hay una ley causal. Has leído a Beckett, y Godot nunca llega. En mitad de estos pensamientos, sin embargo, el balón se tropieza en el área, más o menos muerto, y el delantero rival empuja el cadáver a gol.
Echas cuentas, y un empate tampoco es un mal resultado. Hay que amarrarlo a toda costa. Rezas un padrenuestro, pues a veces conviene descansar del mecanicismo. Sólo resta un minuto para el final. Ya ni te acuerdas de Origen, de Christopher Nolan, y de la secuencia en la que una furgoneta se precipita por un puente y tarda varios años en caer al río. Un minuto significa un minuto. ¿Qué es un minuto? Nada. En ese tiempo no se calienta ni un vaso de leche en el microondas.
Pero cuando el cuarto árbitro levanta el letrero con el tiempo añadido, el fútbol se adentra en un escenario fantasma, en el que la vida no pesa. Todo se llena de siseos y sombras. Lo imposible irrumpe. Quizás por eso es imposible. No hay un pálpito, un aviso, de tal forma que entre el mayordomo, se ponga firme, y anuncie: “Señores, ante ustedes el gol”. Nada de eso. Sin más, el rival le da la vuelta al marcador, a oscuras. En el momento que te repones del golpe, ves a Godot y lo entiendes todo, es decir, nada. Y decían que Godot nunca venía.
La remontada del Madrid ante el Sporting en Champions es una historia viejísima. Ha pasado tantas veces que sigue pasando. Tiene su lógica. La leyenda también gana partidos. Con todo perdido, algunos equipos empujan y empujan, aprovechando el miedo que a veces siente el rival ante la victoria. La fe se canaliza de tal modo que se puede jugar con una cinta en los ojos. Se guían por la costumbre, de un modo parecido al que uno se levanta de noche a hacer pis y no enciende la luz. A cambio, solo piden al árbitro que descuente bien.
Cuando a los partidos les resta apenas un resoplido, y el resultado está en contra, esos clubes mantienen viva la esperanza mejor que otros. Saben que pueden, así que no se ponen histéricos, fuman el último cigarro, lo tiran al suelo, lo pisan y sonríen. No están muertos. Incluso muertos creen en la victoria, como cuando al mafioso Sony Red lo encontraron enterrado gracias a que sus asesinos lo sepultaron a escasa profundidad, y con el rigor mortis le asomó un brazo a la superficie. Ese movimiento de muerto, en el más allá de un partido de fútbol, puede ser suficiente para remontar.
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