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sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las voces

Juan Tallón
Nadal se despide de Río.
Nadal se despide de Río.LEONARDO MUÑOZ (EFE)

No basta con ver los Juegos Olímpicos, necesitamos que nos los cuenten. Ante todo, el deporte es un relato. De ahí que a pesar de las décadas, y de los olvidos pasajeros, se siga hablando de Zatopek, Griffith, Comaneci, Biondi, Latynina, Louganis, Beamon, Kristin Otto… En nuestra memoria, a menudo las grandes pruebas están asociadas a una voz o un estilo narrativo, que contribuye a perpetuarlas. Pienso en el último largo de Mireia Belmonte, durante la final de los 200 metros mariposa. Cuando pasen muchos años, pero aún estemos vivos, o casi vivos, seguiremos escuchando de fondo el relato agónico, efervescente, que quemaba al oírlo, de Julia Luna y Javier Soriano. Podías taparte los ojos con las manos, como si tuvieses miedo, y aún así veías con nitidez las últimas brazadas, y de qué modo la nadadora apartaba el agua desesperadamente para llegar a la gloria.

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El deporte también es para escuchar. O para leer. Se hace difícil pensar en las gestas de Michael Phelps, que acaban siempre en oro, y al día siguiente, o a las pocas horas, no abrir el periódico directamente —obviando internacional, opinión, nacional, sociedad y cultura— por la crónica de Diego Torres. Olimpiada tras olimpiada, en esos textos, que ya son una costumbre, también se reproduce la hazaña. Sonarían terribles unos Juegos en silencio. Algunos días cuesta incluso acostumbrarse a los cambios de narrador, y es imposible no añorar a Gregorio Parra en las pruebas de atletismo, aunque a cambio puedes leer a Eduardo J. Castelao o Carlos Arribas. Yo ya tengo nostalgia del día que Paloma del Río no pueda narrar la gimnasia artística y de repente nos posea el desafecto.

Pasa el tiempo y las voces no se apagan, como aquella luz verde que el gran Gatsby veía desde su embarcadero. Leemos aún a Julio César Iglesias como si sus columnas siempre estuviesen escritas mañana, o escuchamos a Pedro Barthe relatar historias de baloncesto, a Rafael Recio contarnos qué se cocía en las pruebas de judo, piragüismo o remo, a Pedro González en ciclismo, a Luis Miguel López en balonmano…

Quizá el deporte olímpico no sea tanto un deporte, aunque quizá sí, como una historia que necesita un narrador. Se puede alcanzar incluso un punto en el que el narrador deportivo ni siquiera necesita el deporte, como ocurrió en 1982, cuando Juan Pablo II visitó España. Durante varios días los medios llenaron horas de televisión y radio y páginas de periódicos. En el paseo de la Castellana, donde el pontífice ofició una eucaristía que pasó de las dos horas, la duración empujó al límite a muchos periodistas, más acostumbrados a narrar eventos deportivos. Poco familiarizados con el léxico litúrgico, en algunos casos optaron por proporcionar a la misa categoría de retransmisión futbolística, pensando que así todo sería más fácil. Ese día se escucharon perlas como: “El Papa aparece, entra, llega al altar, se quita el gorro…”. O mejor todavía: “En estos momentos, el Santo Padre coge el incienso, lo menea, se da la vuelta y comienza a incinerar a la multitud”.

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