¿Todo esto lo he hecho yo?
Portugal y Francia llegan a la final tras superar varios retos de milagro, dando tumbos, como si pretendiesen aparcar en medio de la final a tientas


Cualquier equipo que alcanza la final de una Eurocopa tiende a preguntarse cómo diablos pudo llegar hasta ahí. Le cuesta creerlo. Era casi imposible. El trayecto le dejó heridas, algunas de ellas mortales, aunque no graves, al parecer. Después de sacarse el polvo de encima, y sacudirse las manos, se siente inexplicablemente bien. Ni los más favoritos, acostumbrados a abordar esas finales, son inmunes a esta incredulidad. El asombro es un estado casi natural. El 24 de junio mi vecino del segundo, Ramón, el que arrastra las sillas, salió a cenar. Pongamos que se lo pasó bien, aunque lo desconozco. Sé, en cambio, que por la mañana bajé al garaje, y su coche estaba perfectamente aparcado, junto al mío. Ambos estaban llenos de golpes. Otros seis vehículos tenían abolladuras, rayones o pilotos rotos. “¿Todo esto lo he hecho yo?”, preguntó mi vecino incrédulo, entre la admiración y el horror, antes de admitir que no había aparcado necesariamente bien.
Era absurdo que la selección de Deschamps se fuese al descanso con un gol por delante. Te daban ganas de pedir el libro de reclamaciones y gritar, indignado, que a ti no te volvían a ver el pelo en unas semifinales
Portugal y Francia llegan a la final tras superar varios retos de milagro, dando tumbos, como si pretendiesen aparcar en medio de la final a tientas, como Ramón con su Peugeot 506. Quienes seguimos la semifinal Francia-Alemania, con esa sensación de que ni nos iba ni nos venía demasiado, se nos quedó el gesto perpetuo de las manos en la cabeza, de tanto asustarnos por el dominio alemán. Era absurdo que la selección de Deschamps se fuese al descanso con un gol por delante. Te daban ganas de pedir el libro de reclamaciones y gritar, indignado, que a ti no te volvían a ver el pelo en unas semifinales. En el primer tiempo los alemanes se abanicaron con Francia. Jugaron sin manos, como si su fútbol se hiciese por ordenador, recordando a aquello que le decía Scott Fitzgerald a su agente literario, de que las buenas historias se escribían solas, mientras que las malas tenías que escribirlas tú.
Pero entonces volvió aparecer Griezmann, que preguntó quiénes eran esos alemanes, y que qué se creían, y se metió en el bolsillo el partido, que no ocupaba mucho más que una cajetilla de tabaco, y se lo llevó a casa. Fin. Jugó en estado de gracia, a semejanza de los personajes de acción que conducen en sentido contrario a toda velocidad sin que le pase nada, mientras los demás van chocando entre sí, por su culpa. Al final de cada partido de su selección en esta Eurocopa lo asaltaba la misma incredulidad: “¿Pero todo esto lo he hecho yo?”. En esencia, sí. Algo parecido puede decirse de Cristiano. Portugal sobrevivió agónicamente a la fase de grupos, en la que cosechó tres empates. Quedó tan mal clasificada, y expuesta a la intemperie, que sus planes se fueron a pique. Por suerte, se encontró en el suelo con unos muchos mejores. Lo demás lo hizo Cristiano, que se escupió en las manos, las frotó, y cazó varios de esos goles que sólo viajan por las capas altas de la atmósfera. Es posible que todo lo que pase en la final, lo vuelvan a conseguir él y Griezmann solos.
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