Progreso
La tecnología se lo ha cargado todo y los que disfrutamos viendo jugar a Nowitzki deberíamos aprovechar antes de que los Nowitzkis del mundo sean reemplazados por avatares
A veces tengo la impresión de que la NBA va más rápido de lo que puedo procesar. No estoy hablando de cambios en las normas: la canasta sigue estando a la misma altura y sigue estando prohibido que los jugadores se den puñetazos en los testículos. Me refiero a la forma en la que la gente consume la NBA. Desde las discusiones en los bares a las peleas en Twitter pudiera parecer que los seguidores están más preocupados por las negociaciones colectivas del verano que viene que de la trascendental irrupción de la aún relativamente desconocida súper estrella de los Pelicans, Anthony Davis.
Más que suficiente para hacerme pensar que el cascarrabias que llevo dentro podría tener razón, que la tecnología se lo ha cargado todo y que los que disfrutamos viendo jugar a Dirk Nowitzki deberíamos aprovechar antes de que los Dirk Nowitzkis del mundo sean reemplazados por avatares. (Poca broma: Golden State Warriors transmitió la ceremonia de entrega de los anillos de campeones en realidad virtual. El futuro podría haber llegado ya).
Menos mal que, para redimir mi pesimismo, los Kansas City Royals se han clasificado para las Series Mundiales por segundo año consecutivo tras una sequía de 29 años
Menos mal que, para redimir mi pesimismo, los Kansas City Royals se han clasificado para las Series Mundiales por segundo año consecutivo después de una sequía de 29 años lejos de los oropeles. Aunque el éxito de mi equipo de infancia no es suficiente como para tumbar el argumento anterior (entre otras cosas porque el béisbol actual representa la vanguardia del “progreso” gracias a unas retransmisiones llenas de cifras, medias y previsiones estadísticas de cómo bateará un determinado jugador con dos eliminaciones, las dos primeras bases ocupadas y dos perritos calientes en su estómago), sí que es cierto que representa un rayo de esperanza.
En un mundo lógico y frío jamás podrían haber llegado tan lejos. Son una extraña mezcla de rotación de lanzadores, juego de contacto y estrategias defensivas que ya no se lleva en el resto de la liga. Y a pesar de ello, ahí están, dándome esperanzas, y reavivando una ilusión parecida a cuando tenía siete años, la última vez que los Royals estuvieron cerca de la gloria.
Además me han dado una razón para pensar que tal vez podamos evitar ese futuro aséptico hacia el que parece encaminarse el deporte como un transatlántico desbocado dispuesto a pasar por encima de nuestros pequeños barcos de remos.
Podemos elegir si canalizamos nuestro interés hacia los análisis, las estadísticas y el devenir de los conflictos laborales; o si nos relajamos y disfrutamos del momento. Porque siempre nos queda la opción de sonreír mientras LeBron se desliza de nuevo hacia la canasta, de sacudir la cabeza al tiempo que Duncan vuelve a meter una canasta a tabla o suspirar cuando Kobe Bryant se juegue otro tiro en suspensión para desesperación de algún compañero en una mejor posición.
Y así aceptar que el progreso no siempre es progreso y que, a veces, la continuidad es la mejor fórmula.
Especialmente si hace que vuelvas a sentirte como si de nuevo tuvieses siete años.
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