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Kenia pone a África en órbita

El oro en jabalina de Yego inició una noche que conoció la primera medalla de Egipto

Carlos Arribas
El keniano Julius Yego celebra su oro en jabalina.
El keniano Julius Yego celebra su oro en jabalina.A.Hassenstein (Getty)

Los espectadores que, animosos y ordenados, casi llenan el Nido de Pekín cotidianamente están condenados a doble ración diaria de himno de Kenia para comenzar la jornada de tarde-noche, y, pese a su aburrimiento, lo toman como una lección histórica. El martes comenzó así, y el miércoles también, y de la misma manera se iniciará la sesión del jueves, con la sonatina keniana guerrera y marcial, después de los triunfos de Julius Yego en lanzamiento de jabalina —una anomalía histórica tan fuerte como la victoria de su compatriota Bett en las vallas bajas el martes— y de Hyvin Jepkemoi en 3.000 obstáculos femeninos.

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Y detrás de Kenia, como respondiendo a un terremoto generador instantáneo de un orden nuevo en el atletismo mundial, un nuevo mapa, toda África pareció despertar en la capital china. El segundo de la jabalina fue el gigante egipcio Ihab Abdelramán El Sayed, que consiguió la primera medalla en unos Mundiales para su gigantesco país. La segunda de los obstáculos fue la tunecina Habiba Ghribi.

Y para cerrar el mapa en salto gigantesco de Mediterráneo a Atlántico-Índico, Wayde van Niedekerk (43,48s), un mulato sudafricano de Ciudad del Cabo, ganó la final de 400m más rápida que se conoce, pues, lo nunca visto, los tres primeros bajaron de los 44s. Si a Van Niedekerk, de 2años, su tiempo le convierte en el cuarto mejor de la historia tras Michael Johnson, Butch Reynolds y Jeremy Wariner, a dos excampeones del mundo, LaShawn Merrit (43,65s) y Kirani James (43,78s), sus extraordinarias marcas solo les sirvieron para ser plata y bronces.

La carrera del sudafricano, un especialista en 200m (19,91s su marca) que ha sabido entrenar la resistencia veloz, fue tan absoluta desde la primera zancada, tan poco guiada por el cálculo, que el atleta acabó exhausto como pocas veces se ha visto a un especialista de los 400m (y son gente que acostumbra a vomitar al final, tanto se les dispara el ácido láctico) y debió ser evacuado en camilla.

Pasados los himnos, la noche africana y extraordinaria había comenzado con el vuelo sin fin de la jabalina de Yego en su tercer intento. Coincidió el lanzamiento del diminuto keniano (para los estándares de la especialidad: 1,75m, 90 kilos) con el momento en el que una de las pantallas gigantes del estadio estaba en su diaria fase romántica, ocupada con un plano de la luna, que sigue creciendo.

Y fue tan largo y lento el movimiento de la lanza en el aire oscuro que en un momento hasta dio la impresión de que Stanley Kubrick había tomado los mandos de la realización y la jabalina acabaría orbitando eterna alrededor del satélite, la tremenda metáfora de nuevo. Cuando se clavó finalmente en la hierba lo hizo a 92,72 metros de la línea de despegue ante la que, con un impulso milimétricamente calculado, Yego se había lanzado para aterrizar sobre sus manos. Nadie había lanzado tan lejos desde que el checo Jan Zelezny, el más grande de la historia —su récord mundial desde 1996: 98,48m—, lanzara 92,80m en Edmonton 2001. Solo Zelezny y el finlandés Aki Parviainen han lanzado más lejos que él en la historia.

En 88,99m se quedó El Sayed, medallista de plata, que comparte con Yego entrenador (un finlandés), mánager (finlandés) y locura por la jabalina. Tercero se clasificó el clásico finlandés Tero Pitkamaki, quien acogió a ambos africanos en sus heladoras tierras cuando Yego, quien, gordito para las carreras, decidió hacerse lanzador y aprendió a hacerlo mirando vídeos en YouTube, y El Sayed dieron un paso adelante. El keniano aguantó dos meses los días sin sol y hielo de la tierra de los renos. Después, cuando ya su magnífico brazo y su elástico torso asimilaron la mejor técnica, se fue a vivir a Sudáfrica.

Pasados cinco días, más de la mitad de la competición, Kenia, que ha fracasado en dos de sus pruebas tradicionales, el maratón y los 10.000m, domina con facilidad tanto el medallero de la gloria —dobla en victorias al segundo, el Reino Unido, a EE UU y a Rusia ni se les ve apenas— como el de la infamia: mediada la tarde la IAAF anunció los dos primeros positivos del campeonato, que corresponden ambos a dos atletas kenianas, Koki Manunga y Joyce Zakari, especialistas de 400m vallas y 400m, respectivamente.

Ambas fueron sometidas a controles especiales en su hotel antes de la competición. La noticia, sumada a todas las informaciones que la prensa internacional ha repetido esta semana relatando cómo los campamentos de maratonianos del valle del Rift son ciudades sin ley en los que todo vale en asuntos de sustancias prohibidas, comparables a los campamentos mineros de cuando la fiebre del oro en California, arroja una sombra dura sobre las medallas, y se convierte en su reverso mate. Atraídos por las ganancias sin fin prometidas a los mejores, cientos de jóvenes se lanzan a correr ante un puñado de managers europeos que eligen a los mejores. Cuando la competencia aumentó y el filón de oro no daba para todos, irrumpió la EPO, cuentan los que han investigado en el valle, corrompiéndolo todo y a decenas de atletas que comenzaron a comportarse como vulgares blancos.

En esa dialéctica, la aparición de vallistas, como el laureado Bett, o jabalinista, bichos raros en la fauna atlética del país, es una necesidad. El país que heredó de la metrópolis británica el amor por el atletismo y que convirtió, en los primeros años de su independencia al atletismo en su bandera y en su orgullo, con Kip Keino triunfando en México 68 ante Jim Ryun, norteamericano, tiene jóvenes de tal calidad física que solo necesitan medios y tiempo para convertirse en el imperio del siglo XXI.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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