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El ataque imposible y hermoso de Nairo no basta para vencer a Froome

El colombiano recorta 1 m 26s a Froome en el Alpe d' Huez, pero se queda a 1m 12s de la victoria final, mientras Valverde asegura el podio

Carlos Arribas
El ataque de Nairo Quintana en Alpe D'Huez
El ataque de Nairo Quintana en Alpe D'HuezKIM LUDBROOK (EFE)

Winner Anacona no conoce a Peter Winnen, quien no se pasó por Utrecht para saludar a los ciclistas cuando el Tour salió. Le habría gustado saludar al exciclista holandés porque a él le debe el nombre y el oficio, y también, quizás, la inspiración que le llevó a hacer el esfuerzo más gratificante de su carrera en las 21 horquillas que dan fama y dureza al Alpe de Huez. Anacona, colombiano de Tunja, aunque su padre, que es policía, lo inscribió en el registro de Bogotá, porque no confiaba en poder regresar a Boyacá dado el clima de violencia que se vivía en Colombia entonces, agosto de 1988.

Le quiso poner Winnen pero el encargado del registro entendió que quería decir Winner (ganador), un nombre mucho más prometedor, claro. Lo de Winnen venía, porque, aficionado al ciclismo, al padre de Anacona le encantaba aquel holandés que escalaba como los escarabajos pese que era rubio y la mirada se le hacía estrábica en pleno esfuerzo agónico y hacía sufrir a Lucho y a Fabio. Y porque había ganado dos veces en el Alpe de Huez, el puerto que lo es todo.

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Y casi 27 años más tarde, ahí estaba él, Winner-Winnen escalando como un loco y pasando por las curvas 15 y 13, las dos que llevan el nombre de su nombre, con Nairo Quintana, su amigo, compañero, paisano e ídolo, pegado a su rueda intentando un imposible. Era el último puerto del último día. Era la última oportunidad, que, como suele suceder, el Tour no es una película, no se convirtió en victoria. Pero lo mereció.

Al grupo de los grandes habituales, Froome, Contador, Nibali, ya debilitados por la ofensiva previa y lejana en la segunda visita a la Croix de Fer (y Nibali, pinchado y acelerado), les atacaron, uno tras otro, desde la base de la montaña, Alejandro Valverde, primero, y Quintana, después. Con Anacona en vanguardia, abriendo camino, un par de curvas más arriba esperando a su jefe, era el ataque a lo grande, el ataque definitivo, inevitable, imposible. Tembló Froome, quien luego dijo que le dolía el pecho, y empezó a perder terreno, y a sus fieles Porte y Poels, los équipiers que le salvaron la vida les decía que no fueran tan rápido, porque la pantallita de su manillar, de la que no apartaba la mirada, le decía que no podía ir más deprisa so riesgo de reventar.

Aunque agarra el manillar como los escaladores modernos, con las manos por el exterior de las manetas con los dedos en las teclas del cambio (los viejos escaladores, Bahamontes, Ocaña, Merckx, lo agarraban por el centro, con las manos agarradas fuerte, como queriendo arrancarlo de la potencia), Quintana, pequeño y fortísimo, es un escalador a la antigua que, para aligerar lo máximo el peso de la bicicleta, no lleva ordenador de a bordo los días grandes.

No necesita que una pantalla le diga los vatios que sus piernas, durísimas, generan con cada pedalada. Su cabeza y su instinto lo saben. Y sus piernas le hablan, y le dicen hasta dónde pueden llegar y cuándo debe levantar el culo del sillín y acelerar y acelerar. Después de la ayuda de Anacona y Valverde, para conseguir al menos uno de sus dos objetivos (ganar el Tour, ganar la etapa que hizo grande a Lucho Herrera en 1984) a Quintana solo le quedaban dos enemigos: con ninguno de ellos pudo.

“No he conseguido nada de lo que quería, ni la etapa ni el maillot” NAIRO QUINTANA

Por delante, el fugado Thibaut Pinot, quien con su victoria en el Alpe completó tras Bardet y Nibali la trilogía de grandes derrotados a quienes una etapa salva el Tour. Cuando comenzó el puerto, tenía casi tres minutos de ventaja. Le faltaron 18s, un kilómetro, a Quintana para alcanzarlo.

Por detrás, el sufriente Froome, quien, si otros, como Quintana, se agarran a la fe metafísica, a la fe en una virgen, la de la Milagrosa, por ejemplo, y a la medalla cuyo metal sienten en el cuello, se agarró a la razón del contrarrelojista metódico, o sea, a su fe en la física, al convencimiento de quien sabe que si no sobrepasa sus límites no tiene nada que temer: 12 kilómetros de ascensión, 158s que defender (su ventaja en la general), 13s por kilómetro para gestionar. Y cuando su fe material flaqueó, cuando llegó a pensar que quizás Nairo, el mejor escalador del momento, sí que podría hacerle sobrepasar sus límites, Froome, que, en el fondo, es humano, creyó en las emociones que le despertaba el sacrificio de sus compañeros, a los que no podía fallar con lo que habían hecho por él, con lo que habían sufrido para conseguir el mismo físico anoréxico que les hace excelentes.

Resistió Froome y perdió solo 1m 26s (incluida la bonificación), solo poco la mitad del tiempo que podía perder. Y ganó el Tour. Su segundo Tour tras el del 13, y con el mismo segundo que hace dos años, Nairo Quintana, quien acabó triste pese a que los espectadores le jaleaban y se ponían casi de rodillas a su paso, fascinados.

“No he conseguido nada de lo que quería, ni la etapa ni el maillot”, dijo Quintana, quien recordó que había perdido el Tour el primer domingo, cuando en los diques tormentosos de Zelanda perdió 1m 28s. En 2013, quedó a 4m 20s de Froome; en 2015, a 1m 12s. En la montaña, Froome solo le ganó un día, el primero, cuando el 1m 4s del Soudet. En los dos últimos días de los Alpes, Quintana le aventajó en casi dos minutos, lo que solo le sirvió para lamentarse y seguir soñando.

 

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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