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Spieth gana el Masters de Augusta y aspira a marcar una época

El golfista de Dallas, de 21 años, gana su primera chaqueta verde con la superioridad que solo Tiger Woods mostró en sus grandes días

Carlos Arribas
Spieth celebra su triunfo en el Masters de Augusta.
Spieth celebra su triunfo en el Masters de Augusta.Andrew Redington (AFP)

Cuando el lunes por la mañana Spieth, el que no se conforma con ser segundo, haya revisado su clasificación en el ranking mundial aún no se verá primero, pues Rory McIlroy aún está lejos, pero considerará secundaria esa clasificación, pues la contemplará vistiendo una chaqueta verde en cuyo bolsillo encontró un cheque de 1,8 millones de dólares, el botín de una tarde de fresca brisa y sol agradable, ideal para pasear y para darle a la bola en el Augusta National Golf Club. Spieth ganó el Masters en solo su segunda participación y proclamó, con su gran juego, sus nervios inexistentes, sus números y su juventud, el advenimiento de una nueva época en el golf.

Los ganadores de los últimos tres grandes, Rory McIlroy y Spieth, aún no han cumplido los 26 años. A los 21 años y ocho meses, Spieth, el joven de Dallas (Texas), es el segundo jugador más joven que gana el grande más deseado, batido solo por cinco meses por Tiger Woods. Lo ganó liderando el torneo en solitario desde el primer día, lo que le engancha a la lista formada por algunos de los nombres más grandes de la historia del golf: Craig Wood, Arnold Palmer, Jack Nicklaus y Raymond Floyd, el último que lo consiguió, hace 39 años. Su tarjeta final de 270 golpes (-18) iguala la más baja de la historia del Masters, los 270 con que Woods destrozó el viejo campo de Augusta hace 18 años. Solo un bogey de dos metros en el 18 le impidió romper la marca. Segundos, a cuatro golpes, empataron Phil Mickelson y el inglés Justin Rose. Con 28 birdies en las cuatro jornadas, Spieth, que el año pasado terminó segundo, batió también la marca de 25, de Mickelson en 2001. Cuarto, a seis golpes, Rory McIlroy, quien con 66 golpes hizo la mejor ronda del día. Woods, el dolorido, terminó 12º, a 12 golpes, los mismos que Sergio García.

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Arnold Palmer, el amado, se reía mucho de Jack Nicklaus, de sus anchas caderas, de sus andares, y muerto de envidia cuando el rubio de Ohio lanzó su logo de oso dorado y empezó a vender niquis con esa marca, si veía a algún amigo con esa prenda, Palmer le preguntaba “¿por qué llevas un cerdo en el pecho?” Nicklaus era el mejor jugador del mundo y ganaba casi siempre a Palmer, pero era frío y calculador, y comía hamburguesas con su familia en un McDonalds entre la indiferencia del público, para el que el golf era Palmer atacando a lo loco hasta morir. Ahora, ancianos (85 años Palmer, 75 Nicklaus), participan juntos en cuantas ceremonias nostálgicas se celebran la semana del Masters, y ríen y cuentan anécdotas como si toda la vida hubieran sido buenos amigos, aunque Nicklaus le recuerde siempre que él ha ganado más chaquetas verdes que nadie, seis, y más grandes también, 18. Y terminada la representación, cada uno se va por su lado.

Spieth recibe la chaqueta verde de manos de Smith.
Spieth recibe la chaqueta verde de manos de Smith.JIM WATSON (AFP)

También en el golf, sobre todo en Augusta, el corazón tiene razones que no entienden los malqueridos. A los inteligentes se les teme, a los audaces se les admira, a los bravucones se les desprecia. Aunque haya ganado con la superioridad que solo el gran Tiger Woods ha impuesto en el siglo XXI, Jordan Spieth, el nuevo Nicklaus quizás, nunca será tan querido ni jaleado como el jugador negro de California, y mucho menos que el zurdo Phil Mickelson, de quien se admira su aire atolondrado y su bravura rayana en la inconsciencia con el driver, y su toque alrededor del green, su sentimentalismo y su pasión, y la manera en la que reclama la herencia de Palmer. “Es un color que no me pega, pero me he puesto un niqui rosa en homenaje a Arnold, quien por la mañana me vino a dar ánimos y me recordó que el rosa era el color que más le gustaba cuando se trataba de cargar”, dijo Mickelson, de 45 años, el sábado por la noche, después de su carga en el marcador y de que una tarjeta de 67 golpes le acercara a cinco golpes del lejano Spieth y de su cuarta chaqueta verde. Y mostró su polo rosa tan sudado después de un día de golpes locos y geniales y estrés (pero el domingo salió de negro, su color de la suerte). ¿Cómo puede competir Spieth, el frío y joven texano con tanto amor, él, que nunca ha conseguido hacer rugir a los espectadores de Augusta, amantes de las heroicidades imposibles, no de los jugadores seguros? Si Mickelson y Woods no tienen necesidad de explicar de qué parte de su cabeza artística salen los golpes que dejan con la boca abierta, Spieth, describe sus decisiones más que como un jugador de golf como lo haría un Euclides, el geómetra, hablando de tangentes, radios y circunferencias al que se le hubiera injertado un ingeniero agrícola explicando cómo la forma en que estaba cortada la hierba y su grano le guiaron para tomar la decisión acertada que tomó. Demasiada ciencia, demasiado cálculo, demasiado Nicklaus. Demasiado elogio de la paciencia y la inteligencia

Se impuso en su segunda participación y demostró que sus nervios son inexistentes

“Sé que el domingo, cuando salga con Justin Rose en el último partido, vamos a tener que soportar delante de nosotros a todo el público festejando como locos y chillando los golpes de Tiger o Mickelson”, dijo Spieth, el sensato, tras la jornada del sábado, en la que sus 70 golpes para un total de 200 le valieron para batir el récord de Raymond Floyd (201) de menos golpes en las primeras tres rondas y una ventaja de cuatro golpes sobre Rose. Pero los rugidos de uno y tres hoyos delante fueron escasos y apenas hicieron temblar la hierba delante del palo de Spieth. Saludaron salvajemente tres o cuatro golpes de Mickelson, el deseado, que llegó a acercarse a cuatro golpes, sobre todo un eagle conseguido a la Mickelson, es decir, contra toda lógica, desde el búnker del 15, y desde entonces le siguieron en todos sus paseos. A Woods solo le envolvió colectivamente empático y dolorido un ¡ohh¡ ¡cómo duele! cuando golpeó contra una raíz bajo los pinos del exterior de la calle del nueve y se hizo daño en la muñeca. Después de eso, Spieth, pura adrenalina contenida que se desbordaba con los hierros, solo necesitó mantener las distancias con su compañero de juego, Rose, quien con sus gafas macarras de sol y sus andares seguros salió dispuesto a convertir el partido en un match play estilo Ryder Cup. Partió a cuatro golpes, logró acercarse a tres, terminó a cuatro bajo el control frío y matemático de Jordan Spieth, quien ha llegado a la cima a los 21 años, y piensa quedarse.

La augusta autocracia

A Richard Nixon, amante del golf, nunca le invitaron a jugar en Augusta pese a que antes de ser presidente de Estados Unidos fuera vicepresidente con Eisenhower, socio del exclusivo club. Los historiadores sospechan que se debió a que Nixon prefería la Pepsi Cola a la Coca- Cola (y hasta logró que fotografiaran a Nikita Khrushchev bebiendo Pepsi), un sacrilegio en Augusta, donde era socio el presidente de Coca-Cola, quien ayudó en sus negocios a los fundadores del club.

Este veto a Nixon, políticamente incorrecto, muestra también una de las máximas del club de Bobby Jones y Cliff Roberts: nunca la presión exterior debe influir en la manera en que se dirija el club. Ocho años después de que la sociedad reclamara que un negro americano disputara el torneo, y solo cuando la polémica se agotó, invitaron los responsables de Augusta a jugar a Lee Elder. Era 1975. La misma táctica siguieron para hacer socia a la primera mujer. Invitaron a dos, una de ellas era Condoleezza Rice, mujer y negra, ex secretaria de Estado con Bush.

Aun siendo demócrata, Roberts, el fundador, admiraba las obras de Mussolini en Italia, la limpieza, el orden y el detalle, y convirtió el Augusta National Golf Club en un pequeño universo que se regía solo por sus leyes. Para gobernar así su mundo tan admirado -no se admitían críticos: el comentarista que dijera una palabra de más por televisión era despedido-, el autócrata Roberts necesitaba cientos de empleados, entonces todos negros. Ahora son miles y también se admite a blancos, que se pegan por un puesto de trabajo durante el Master.

Se presume (no hay cifras oficiales) que los ingresos superan los 115 millones de dólares.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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