El efecto del whisky
Mirar la clasificación en busca de tu equipo representa uno de esos lujos descabellados y baratos que te permites un par de veces a la semana. Es mejor que fumar. En mitad de un lunes terrible, la clasificación funciona como un reducto, a semejanza de un after a las diez de la mañana, o de un club privado en el que sus duras normas de comportamiento te consienten poner los pies sobre la mesa. Bill Shankly, que era esa clase de entrenador que sabía cómo ganar un partido con una frase, confesaba que cuando no tenía nada que hacer, miraba debajo de la clasificación para ver cómo iba el Everton. A un maravilloso cabronazo como él, que disfrutaba con las desgracias de sus vecinos, esas vistas le proporcionaban felicidad.
Cada uno encuentra en la clasificación su placer implacable, cortado a medida. Algunas semanas la consultas para comprobar si ya has muerto. Hace la vez de esquela. Ocurre en esas temporadas gélidas, cuando a mitad de otoño tu equipo tiene tres pies en el descenso. No son vistas agradables, pero te surten de mesura. Recuerdan a cuando el papa Inocencio IX encargó un cuadro en el que aparecía representado en su lecho de muerte, y que contemplaba antes de adoptar decisiones críticas. En cambio, cuando los días te sonríen, y el equipo lidera la Liga, la examinas como si el fin de semana hubieses ganado otro maldito millón de dólares, simplemente chasqueando los dedos. Hace la vez de índice bursátil.
No importa lo horrible que sea un lunes mientras puedas acodarte en la barra y consultar las páginas de deportes
No te cansas de escudriñarla. Es chicle para los ojos, y el sueño de sumar tres puntos en la siguiente jornada, y tal vez meterte en Champions, te plancha los nervios como si fuesen puños de camisa. Es mejor que beber, o casi. En el fondo, en la maniobra de abrir el periódico y dirigirte a la página de clasificaciones, hay algo de ritual, no muy distinto de acudir al bar o a la sala 206 del Museo Reina Sofía. En cada visita destapas un detalle intrascendente, aunque crucial, que quizá sirva para construir futuros recuerdos, como ganar la Liga o ascender a Segunda B.
Nunca se agota hasta el punto que se pueda decir: “Está todo visto”. Siempre existirá un peligro latente, o la posibilidad de una carambola feliz. Si la miras mucho tiempo seguido, y recuerdas qué sencillo es complicarse la vida con tres derrotas consecutivas, con robo incluido, resulta inevitable sentir desazón. Después de un desengaño aprendes a no fiarte de ninguna clasificación. Ni siendo el primero. Cuando todo parecen números y ciencia, descubres que en realidad los resultados son cábala. Hacen la vez de horóscopo.
No importa lo horrible que sea un lunes mientras puedas acodarte en la barra y consultar las páginas de deportes. Una clasificación vibrante posee ese efecto reparador y secreto que tiene la botella de whisky que Bogart, en El sueño eterno, guarda en la chaqueta en el momento que entra en una librería para resguardarse de la tormenta. Saluda a la librera, y cuando a los pocos segundos intiman, Humphrey confiesa que “casualmente” lleva una botella consigo, y “preferiría mojarme aquí dentro que fuera, con la lluvia”.
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