Una hermosa historia de violencia
No hay muchas cosas interesantes que la humanidad pueda hacer entre las cuatro y las seis de la tarde, salvo tal vez marcar cuatro goles. Así lo entendió el Atlético, que ejercería con el Madrid esa violencia áspera y polvorienta que poseen las frases de Faulkner. La primera media hora fue atroz, y el fútbol se sirvió crudo, con verbos y sustantivos hoscos y precisos. Dolía mirar cómo el equipo de Simeone maltrataba al rival con la falta de sutileza de un Joe Pesci. El medio del campo se volvió un callejón oscuro, desértico, en el que ni siquiera había ratas, mientras Tiago y Saúl parecían exigirle a los centrocampistas de Ancelotti que les pidiesen perdón por la putada de Lisboa.
El Madrid se olvidó de jugar al fútbol de repente, igual que en esos días que te quedas en blanco e ignoras si “haber” se escribe con b o con v"
Al principio el Madrid se negó. Pero poco tardaron en llegar el gol de Tiago, y la sustitución de Koke, que se lesionó casi tácticamente, para que entrase Saúl y marcase de chilena, aprovechando que por un instante la gravedad entró en un parsimonioso desprestigio, como el bicarbonato. El gol fue tan hermoso, que un segundo después ya no podías recordar cómo había sido, ni quién lo había marcado. En las repeticiones parecería todavía más bello.
El Madrid se olvidó de jugar al fútbol de repente, igual que en esos días que te quedas en blanco e ignoras si “haber” se escribe con b o con v. Pudo recomponerse en la segunda mitad, sin embargo los discursos del vestuario, reivindicando que “somos el Madrid”, agudizaron el naufragio. Me recordaron a Lezama Lima, que después de que la primera edición de Paradiso apareciese con 798 erratas, protestó fervientemente, subrayando que él era Lezama Lima y no un mamarracho, y en la segunda edición, revisada y corregida, las erratas subieron a 892. Lentamente, y a la vez muy rápido, el equipo se fue hundiendo en el sofá, a disgusto porque esa tarde no ponían nada decente en la televisión.
No muy lejos de allí, el Atlético tocaba la pelota con el carisma con el que cuentas el dinero cuando es tanto que debes plancharlo por las dos caras para que quepa en el armario. El balón iba de la defensa al centro, del centro a la banda, y de esta al área, donde casi siempre acababa en alguna forma de enfermedad incurable para Casillas. Resultaba rara tamaña destreza. No en Turan o en Griezmann, que jugaron tan fino que en cada arrancada amenazaban con ponerle un examen de ortografía a la defensa blanca. Pero sí en el resto, que de pronto hacían rimas con el toque, evocándote las noches perfectas en que a Félix Krull, aquel personaje de Thomas Mann, le salía hablar en alejandrinos cuando hacía el amor.
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