Una entrenadora contra el miedo
La exjugadora francesa Mauresmo se estrena en el banquillo del británico Murray, que defiende el título londinense
Ni siquiera Shaquille O'Neal, con sus 2,16m de estatura, puede hacerse notar entre la multitud. A las 13.00 en punto, como mandan las tradiciones de la catedral de la hierba, Andy Murray pisa el césped de la central de Wimbledon y miles de personas se levantan como impulsadas por un resorte. La ovación es ensordecedora. El público reconoce a su campeón, el primer británico en levantar la Copa en 77 años, y le acuna en su defensa del título, que comienza con un 6-1, 6-4 y 7-5 sobre el belga Goffin. Ya está terminando el homenaje, que arrastra incluso al duque de Kent y al resto de los nobles del palco real, normalmente tan hieráticos, cuando una exjugadora ocupa el único asiento libre que queda en el banquillo del número cinco. Es Amélie Mauresmo. La nueva entrenadora de Murray. Una mujer en un mundo salvajemente masculino, donde los hombres mandan como técnicos también en el cuadro femenino, y que ha sido recibida con sorpresa generalizada, interés, y machismo esporádico.
"Son días de igualdad de derechos. Hay que ser políticamente correcto. Alguien tiene que probarlo. No seré yo", ironizó el australiano Matosevic, verdugo de Fernando Verdasco (6-4, 4-6, 6-4 y 6-2). "Creí que era una broma. Es un shock total", dijo Virginia Wade, la última ganadora británica de Wimbledon (1977).
¿Por qué elegir a Mauresmo, de 34 años, exnúmero uno, campeona de dos grandes y medallista olímpica? "Porque Amélie lo pasó mal con los nervios y los acabó dominando al final de su carrera", contestó Murray, al que Ivan Lendl dejó de guiar en marzo. "Creo que un entrenador que ha tenido ese tipo de problemas puede ayudarme más que uno que no los ha tenido".
"Ella lo pasó mal con los nervios y luego los dominó", explica el número cinco mundial
Los nervios de Murray se miden con estadísticas. Este tenista notable, campeón de dos grandes y ganador de dos medallas olímpicas, ha perdido cinco finales de Grand Slam y siete semifinales. En muchos de esos partidos se le vio lívido, ahogado por la presión. Mauresmo, que sufrió de lo mismo hasta que logró su bella victoria en Wimbledon 2006, será ahora la encargada de ayudarle a digerir esos momentos de tensión extrema. Para empezar, aporta al nutrido grupo del británico, al que entrenó en su día su madre, una forma de ser alejada del humor cuartelario que lo presidía. Cuenta Mauresmo que el mensaje de texto con la propuesta del británico le llegó de noche. "Hombre, ¡pues no son horas!", bromeó con él. Desde entonces, le acompaña en la gira de hierba, siempre con sus cordones y su raqueta rosa, como el corazón que llevaba ayer en la camiseta. "Creo que busca algo diferente en cuanto al trato de las emociones y la sensibilidad", dijo la francesa.
"Escucha bien y es firme", dijo Murray. "Cené con ella para que me explicara cómo había manejado las emociones de llegar a Wimbledon como campeona. Me recomendó disfrutar de la atmósfera, entrar en la pista como el campeón defensor, porque nunca se sabe si volverás".
A Murray se le tiene por un tipo introvertido. La realidad no tiene nada que ver. Es un chico sensible que llora igual cuando pierde una final que cuando le conceden una distinción en su terruño de Dunblane, en Escocia. Con el objetivo de entenderle, llega Mauresmo al circuito masculino. Allí trabaja también Anastasiia Kukushkina, que se casó en 2011 con el que era su pupilo desde 2009, Mikhail Kukushkin. También la madre de Istomin, que aconseja a su hijo. Murray, sin embargo, es el primer tenista de elite que se atreve a derribar una barrera invisible para intentar seguir ganando grandes. Frente a la presión, la experiencia de Amélie Mauresmo como escudo.
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