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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Derrota a fuego lento

Una victoria deportiva tiene pocos colores psicológicos. Los del júbilo y la celebración, y pare usted de contar

Una aficionada española sigue el partido ante Holanda.
Una aficionada española sigue el partido ante Holanda. Denis Doyle (Getty Images)

Una victoria deportiva tiene pocos colores psicológicos. Los del júbilo y la celebración, y pare usted de contar. Sus consecuencias acústicas, por mucho que hieran los tímpanos, tampoco son nada del otro mundo. La cosa se deja expresar, en líneas generales, con lenguaje corporal festivo y masa sonora de escasa densidad semántica.

Otro asunto bien diferente es la derrota, motivo de una rica gama de reacciones. Se puede perder un partido de fútbol de muchas maneras y por muchas razones, y no todas duelen con la misma intensidad. Me refiero, por supuesto, a la derrota de quien la asume como propia por haberla padecido el equipo que goza de su simpatía.

Hay derrotas en el último minuto que son como accidentes fatales, lo que deja en los afectados una sensación brusca de destino injusto. Las hay tan obvias ya en la primera parte del partido que se puede uno aliviar de ellas con el bálsamo de una temprana resignación.

Existe una modalidad de la derrota caracterizada por una mayor sutileza en los tormentos que suscita. Una derrota que juega cruelmente con la paciencia y las emociones del aficionado, sometiéndolo en su paulatina consumación a la angustia de unas expectativas que van mermando poco a poco, al modo como se vacía un reloj de arena.

Mientras suena el himno patrio, parece como si estuvieran ligeramente macerados los rostros de los jugadores llamados a perder. La cámara enfoca sucesivamente las facciones alineadas. Algún que otro entrecejo fruncido delata una excesiva y desde luego innecesaria actividad mental. Se ve que este chico ha salido a jugar con mirada de gacela, no de fiera depredadora, y que ese otro muestra un sesgo levemente melancólico. Se vislumbran indicios de dejadez en los cuerpos. Ninguno bromea o se permite un gesto de extraversión. Mala señal.

Se puede perder un partido de muchas maneras y no todas duelen con la misma intensidad

Por fin rueda la pelota y el equipo, como las locomotoras pesadas, se toma un tiempo para ir cogiendo velocidad. Total, noventa minutos son un vasto recorrido. Ocurre, sin embargo, que esta situación de provisionalidad se alarga más de la cuenta. A los cinco minutos de comenzado el partido, el delantero centro aún no ha intervenido en el juego, mientras que el rival ya ha creado dos ocasiones de gol. Menudean los pases imprecisos. En casa, delante del televisor, el aficionado percibe un regusto agorero en sus patatas fritas y en su vaso de cerveza. Ha empezado para él una lenta cocción de padecimiento.

Ve que, pasado un cuarto de hora, de los suyos sólo corre el que lleva el balón. El resto anda o mira parado, mientras los adversarios, incluso los que se hallan lejos de la jugada, no cesan de ir y venir, interactuando veloces sobre la hierba como las piezas de un bien acoplado engranaje.

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El primer gol confirma al espectador en sus dotes proféticas. Se veía venir, piensa. Y desentendiéndose de los bailes y monerías celebratorias del equipo rival, dirige una mirada analítica al marcador del tiempo, en la parte superior de la pantalla. En adelante se entregará a regulares y cada vez más inquietantes cálculos. Falta tanto, falta cuanto, aún podemos empatar.

Comienza para él un desazonante borboteo de esperanzas. Quizá el gol despierte a su equipo. No hay más que ver cómo el portero ha dicho: ¡vamos, vamos! El entrenador, puesto de pie en la banda, bate palmas como transmitiendo ritmo al colectivo y acaso también para comunicar a sus jugadores que no ha perdido la confianza en ellos.

Ahora que el marcador es desfavorable, se diría que los minutos transcurren a mayor velocidad, que ya no duran los sesenta segundos de toda la vida, sino treinta y cinco o, como mucho, cuarenta, y no digamos cuando se produce el segundo gol y ya los jugadores han dejado de mirarse los unos a los otros, y este levanta la cara al cielo, y ese apoya la frente en la palma de la mano, y aquel resopla moviendo los labios a la usanza de los caballos.

Tras el descanso y una primera sustitución, parece que el equipo reacciona. Ahora sí que corren y pelean; pero son no más de diez minutos de corajina desesperada, durante los cuales los garbanzos se revuelven en la olla hasta entrar en la definitiva fase de reblandecimiento que los hará fácilmente digeribles.

Transcurre el tiempo sin piedad. Llegan las patadas habituales de los frustrados y los impotentes, y el fallo garrafal que nunca falta en estos partidos desgraciados. Ya el portero no inicia las jugadas pasando el balón a un defensa cercano, sino que lo tira a donde caiga. En el banquillo se entristecen las cejas. El entrenador tiene cara de estar examinando un patíbulo. A cada rato, uno u otro jugador se lleva las manos a la cabeza.

En casa, la cerveza tiene ahora un sabor de amarga decepción. Quedan diez minutos, cinco, lo que añada el árbitro, para lograr al menos un heroico empate. El malvado rival, ¡qué listo es perdiendo tiempo! Se acaba una hora y media de martirio minucioso. Con pueril incredulidad, el espectador comprueba por última vez el resultado en la pantalla. Y ocurre por desgracia que la realidad es verdad, que no ha sido soñada la victoria de Chile por dos a cero.

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