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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El virus

Si dedicásemos al trabajo la misma memoria y agilidad mental que al fútbol, seríamos todos millonarios

A mi hijo le han inoculado la hormona del fútbol. Y parece irreversible.

Durante sus primeros cinco años de vida, jamás le interesó el tema. Hasta ahora había sido un hijo de artista de la variedad estándar. Lo suyo era dibujar, escuchar cuentos y jugar con el iPad. Si querías bajar al parque a jugar pelota, te miraba con terror. Si le ponías un partido por la tele, se aburría. En cierta ocasión, le prometí llevarlo al estadio si era capaz de seguir un partido entero en televisión. Lo intentó una vez y se durmió en el minuto 15.

Pero la llegada del Mundial ha operado en él una extraña metamorfosis. Todo empezó hace un mes, cuando llegó a casa exigiendo:

—¡Quiero jugar fútbol!

A partir de ese momento, sin más, ha pensado cada minuto en el deporte rey. Me ha obligado a jugar contra él cada día. Y me ha forzado a comprarle una pelota. Yo quería comprarle más cosas —una camiseta, unas zapatillas— pero él sentenció:

—Ya tenemos pelota. No necesitamos nada más ¡a jugar!

He investigado en su colegio y no es el único. El virus mundialista se ha extendido como una epidemia. Los niños están enloquecidos, y muchas de las niñas también. Una de ellas ha obligado a su padre a comprarle la pelota y una camiseta de Neymar, e insiste en permanecer despierta a las diez de la noche para ver los partidos. Otros pequeños ni saben que hay un Mundial, pero sienten el fútbol en el aire. Y se dejan contagiar.

Sin duda, el virus tiene sus ventajas. Por ejemplo, mi chico ha dejado de ser una planta de interior. Ahora quiere salir. Todo el día. Quiere salir antes de ir al colegio, y después de lavarse los dientes. Quiere salir mientras comemos y después de ir al baño. Y de paso, quiere llevarme a mí.

También se ha vuelto más sociable. Antes era demasiado tímido para acercarse a otros niños. Pero ahora se planta en el parque con toda la autoridad de su pelota nueva, e invita a todos los presentes a jugar con él. Se ha vuelto el alma de la fiesta. O eso o alguien me lo ha cambiado por su gemelo opuesto.

Sin embargo, conforme avanza, el virus también revela su lado más oscuro. Para empezar, mi pequeño se ha convertido en un olímpico tramposo. El fútbol saca lo peor de su mezquindad. Si le haces un gol, te lo anula:

La llegada del Mundial ha operado en mi hijo una extraña metamorfosis

—Es que la portería no llegaba hasta ahí. La portería termina más acá.

Si falla un gol, se lo apunta de todos modos:

—Es que tu portería es más grande porque tú eres más grande. Así tiene que ser.

Si recibes una llamada de trabajo mientras juegas, él sigue corriendo y te hace gol:

—¡Es que el partido sigue! Nadie dijo que se detenía.

—¡Yo lo dije!, protesto.

—Tenías que decirlo más fuerte.

De hecho, creo que se está convirtiendo en un monstruo. A su mejor amiga, una niña muy mona, pretende obligarla a jugar fútbol. Cada vez que se juntan, la escucho gritar:

—¡Si te vas a jugar fútbol, ya no te voy a querer nunca más!

—No me importa, responde él con autosuficiencia.

—¡Y no te invitaré a mi casa nunca más!

—Me da igual, se encoge de hombros él. El fútbol le da todo lo que necesita.

Trato de pensar que esta es una etapa pasajera. Como el pañal o el biberón. Pero cuando yo mismo veo el fútbol con mis amigos, me preocupo.

Para empezar, repetimos de memoria todo tipo de estadísticas inútiles: cuántas veces ganó nuestro equipó un duelo, cuántos penaltis ha atajado un portero, cuántos tiros de esquina hubo en las últimas tres finales mundialistas. Si dedicásemos al trabajo la misma memoria y agilidad mental, seríamos todos millonarios. También se repiten siempre las quejas sobre la incomprensión ante este vicio: mi esposa solo me deja ver un partido por semana. Mi padre quiere hacer un viaje familiar en pleno Mundial. Mi jefe pretende cerrar un proyecto el mismo día de la final.

Al vernos a todos lobotomizados por este deporte, comprendo que mi hijo no atraviesa una fase. Se va a quedar así, como nosotros.

Y tengo miedo.

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