Christian ‘Chucho’ Benítez, el futbolista que creció mirando al mar
El futbolista que falleció el pasado mes de julio creció en la ciudad ecuatoriana de Esmeraldas
Christian Benítez no ha muerto en Esmeraldas. En esta ciudad costera del noroeste de Ecuador, que fue refugio de los esclavos que sobrevivieron a un naufragio, el Chucho pasó sus primeros diez años de vida. Allí, en el barrio Vista al Mar - un conjunto de casas modestas, algunas de caña, con vista al Pacífico - se guardan las anécdotas de cuando él era niño y soñaba con meter goles. Finalmente lo consiguió aunque su sueño se apagó muy lejos de este barrio, en Doha (Catar), donde murió el pasado 29 de julio a los 27 años.
Bolivia Betancourt, la tía que lo cuidó mientras su madre estudiaba Derecho en la capital ecuatoriana, recuerda que el pequeño siempre estaba con el balón de fútbol. “Desde que tenía dos o tres años ya estaba con el fútbol y me emproblemaba con los vecinos porque con la pelota volaba los techos de zinc y rompía los cristales de las ventanas”.
La tía materna cuenta que el pequeño Christian soñaba en voz alta y narraba sus goles de fantasía: “Se va el Tanque Hurtado, va a centrar, cuidado que viene Benítez, patea y gol de Benítez”. En ese entonces todos lo llamaban por su apellido y era disputado por los equipos barriales que lo querían como goleador.
Siempre estaba en la cancha del barrio, que en verdad era la parte más plana y ancha de una de las calles asfaltadas. Los arcos se hacían con dos ladrillos, y el juego se suspendía cada vez que un vehículo atravesaba por el improvisado campo.
La afición que El Chucho sentía por el fútbol empezó a alejarlo de las aulas y su tía decidió mandarlo de vuelta a Quito, con su madre. “Resolvimos dárselo a la mamá. No comía por jugar fútbol, había que exigirle que viniera a comer y con los estudios pasaba igual”, cuenta la tía.
Christian retomó sus estudios en Quito y también empezó a asistir a la escuela de fútbol del Club Deportivo El Nacional, uno de los equipos de Quito. Su padre, Ermen Benítez, que había sido delantero del club, internacional con la selección y que hasta el momento había estado distante de su hijo, le franqueó la entrada al equipo. Las comparaciones entre padre e hijo fueron inevitables y los medios incluso trataron de endosar a Christian el apodo de su padre, La Pantera.
El Chucho, sin embargo, surgió en la cancha con personalidad propia y con 16 años hizo su debut en el Nacional. Para entonces, su madre se había marchado a Italia y él estaba bajo el cuidado de su abuela. Fue una época difícil para el adolescente porque tuvo que lidiar con el embarazo precoz de su novia y abandonó los estudios. Pero, pese a todo, mantuvo su apuesta por el fútbol y ganó. En la década siguiente pasó por cuatro equipos internacionales, entre los que se cuentan el Santos Laguna y América de México.
En su vida personal, el jugador se casó a Liseth Chalá, también hija de un futbolista ecuatoriano, con quien se mudó a México en 2007. La pareja tuvo tres hijos: los mellizos, que ya tienen cuatro años, y el pequeño, de menos de uno.
Pero a pesar de estar muy cómodo en su tierra de adopción, el Chucho siempre volvía a Ecuador y a su barrio de la niñez. En la última visita que hizo, regaló mochilas a los niños y reparó la cancha donde él solía jugar, que sigue siendo ese pedazo de calle que los muchachos roban a los vehículos. Para darle más aspecto de campo de fútbol, mandó pintar el perímetro del campo con líneas blancas, colocó arcos de metal e instaló faroles.
Su tía Bolivia recuerda que estuvo en el barrio un mes antes de morir y que en esta última visita recorrió habló con toda la gente que le vio crecer. “Parecía que se estuviera despidiendo”, dice. Por eso, cuando se supo de la muerte, los vecinos rezaron una novena para ayudarle a recoger sus pasos y a marcharse en paz.
También hubo algunos homenajes póstumos peculiares como el tatuaje que se hizo su mejor amigo. “Me puse Chucho en la espalda porque sentí desde dentro que tenía que hacérmelo, porque él era como mi hermano. Yo siempre lo tuve así, ni mis propios hermanos han sido como él”, cuenta Víctor Manuel Chalar y asegura que también se tatuará el 11, que fue el número de camiseta que el jugador llevó siempre.
Los primos de Benítez mantienen sus fotos y otros recuerdos que están en la habitación que él ocupaba cada vez que los visitaba. Hay carteles gigantes de cuando fue campeón con los equipos mexicanos, recortes de los reportajes que le hicieron en Ecuador y México, fotos enmarcadas de las vacaciones, imágenes de su boda, de sus hijos, cuadros de la Virgen de Guadalupe, sus zapatillas de la selección, con su nombre y número grabados…
A las historias de la niñez del Chucho en el barrio con vistas al Pacífico, le siguen otras anécdotas, como cuando el jugador llegó hasta el local de Darío Ango, un aerografista que se gana la vida grabando sus diseños sobre zapatillas deportivas, y le pidió que dibujara la Virgen de Guadalupe sobre una camiseta. “Él trajo una estampa de esa virgencita y me pidió que le sacara una igualita, que le iba a ayudar en un partido”, cuenta.
Pero no todos invocan el nombre del futbolista por un valor sentimental. En el centro de la ciudad se habla del Chucho para sacar partido a la nostalgia. Por 50 centavos o un dólar se venden vídeos recopilatorios de los goles más memorables del delantero y por cinco y 10 dólares se comercializan gorras y camisetas con el rostro del jugador. Los vendedores ambulantes no saben de dónde sale esta mercadería, ellos solo quieren quedarse con unos dólares al final de la jornada. Hoy es el Chucho. Quién sabes quién será mañana.
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