Discoteca Bernabéu
Por culpa de la atronadora megafonía, en el campo del Real Madrid resulta imposible disfrutar del ambiente previo, del rumor intenso que antecede a los grandes momentos, de los cánticos que se oyen en muchos otros estadios
Fabio Capello se quejaba cuando era entrenador del Madrid de que el Bernabéu pareciera un teatro. Ese público que vio a Di Stéfano, a Puskas, a Netzer, a Velázquez, a Zidane y a tantos y tantos maestros no se dejó nunca llevar fácilmente por el populismo, en efecto. Ha depurado el gusto generación tras generación; como el público asiduo del Real o del Liceo. Aplaude, en efecto, las buenas jugadas; expresa de vez en cuando sus manías; pero acepta con comodidad el papel de que el equipo anime a la grada, y no al revés.
Los altavoces no sólo establecen qué se debe cantar, sino que lo ejecutan por sí mismos, convirtiendo a los antaño partícipes en meros comparsas, y abundando en esa pasividad general que crece temporada tras temporada
Esta pasividad general se ha acentuado en los últimos años, seguramente por culpa de la atronadora megafonía (más bien megalomegafonía) que antes de comenzar el partido y durante el descanso deja aplanados a los espectadores. En el Bernabéu resulta imposible disfrutar del ambiente previo, del rumor intenso que antecede a los grandes momentos, de los cánticos que se oyen en muchos otros estadios para ir preparando el gran recibimiento a los jugadores; no se vive ya en el graderío ese clamor que va ascendiendo hasta estallar en la primera jugada, y que se mantendrá en lo alto durante muchas fases de la disputa. La discoteca en que se ha convertido el estadio se superpone incluso al sonido del Carrusel que intenta abrirse paso por nuestros auriculares.
Hasta en las magnas celebraciones, como la que festejó la consecución de la Liga pasada, los potentísimos altavoces del Bernabéu sustituyen al entusiasmo del público y programan las canciones que se han de corear. Y no sólo establecen qué se debe cantar, sino que lo ejecutan por sí mismos, convirtiendo a los antaño partícipes en meros comparsas, y abundando en esa pasividad general que crece temporada tras temporada.
El tronar de la discoteca deja aturdido al espectador, que tardará en entrar en juego como un actor más del rito futbolístico. Para cuando quiera hacerlo, sólo podrá dejarse llevar por los cánticos de los ultras, siempre incansables pero cada vez más injuriosos hacia un rival (el Barcelona o Messi) que a menudo ni siquiera está en ese partido. Acostumbrado ya a que le marquen el ritmo, el resto del estadio habrá de elegir entre la injuria o el silencio.
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