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EL CHARCO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Complejo de Smeagol

Vicente del Bosque recibe el premio al mejor entrenador del año de manos del seleccionador brasileño, Luiz Felipe Scolari
Vicente del Bosque recibe el premio al mejor entrenador del año de manos del seleccionador brasileño, Luiz Felipe ScolariEFE

El primer premio individual que gané fue Rookie of the Year de la Tercera división de la NCAA en 1994. Perdí la plaqueta que lo prueba pero recuerdo las clases de coro, las tardes en los dorms y el Monday Night Football. En 2003 me eligieron mejor jugador del Trofeo Bernabéu; todavía sospecho que haya sido por comodidad, ya que ese día termine de capitán y era más práctico que el mismo jugador subiera al palco para alzar las dos copas y agilizar el trámite. El último, cuya estatuilla atesoro con celo y del que quedan evidentes reminiscencias, fue el premio al jugador más sexy de la Liga. Lo entregaba el programa de Michael Robinson tras una dudosa encuesta online que, para envidia de Beckham, proponía un catálogo de ropa interior, a lo Fredik Ljungberg. Un proyecto que hubiera causado furor de no haber sido por la apresurada fuga de sponsors.

Vale, mis premios causan risa por sí mismos, pero nunca es malo reírse de ellos, así se tratara del Pritzker. De tomarse muy a pecho el resultado de esas votaciones a tomarse a uno mismo demasiado en serio hay un solo paso. Con el consiguiente riesgo de caer de cabeza en un exceso de solemnidad que, fuera de contexto, provoca lo contrario de lo que pretende y alrededor del fútbol queda más afectado que envolver una pizza en papel de seda. Además, de tan pendiente de la mirada ajena, uno puede terminar atribulado. Basta con recordar que el mejor plan de Cristiano para ganar el próximo Balón de Oro consistió, precisamente, en olvidarse del Balón de Oro. Fue salir de aquella gala en Zúrich y volver a sonreír y a ser ese todoterreno descollante, capaz de cargarse en hombros la temporada de todo un Real Madrid.

No es raro para un jugador sentirse incómodo en la formalidad de las galas, tan lejos del barro habitual y tan llenas de discursos obligados, pero puestos a hacer el ridículo siempre es preferible hacerlo en vivo y en directo. De una noche, hace años en Buenos Aires, recuerdo compartir una terna para el mejor gol del torneo argentino junto a un compañero de equipo que no asistió a la ceremonia. Cuando anunciaron su nombre recogí el premio y agradecí a todos, como Derek Zoolander. Todavía guardo la copa en casa.

De todas las excusas para no asistir a la entrega de un premio la menos glamourosa es asumir haber perdido de antemano

Para no asistir a una entrega de premios hay algunas excusas mejores que otras: no estar de acuerdo con el sistema de votación, cuestionar la subjetividad en la elección, no creer en la institución que los otorga; o simplemente querer evitar ser mirado "como a un animal en un zoológico", como se excusó Grigori Perelman para no pasar a recoger la Medalla Fields de matemáticas, después de resolver la conjetura de Poincare.

Tal vez a uno le interesa un cuerno el premio, igual que los Oscar a Woody Allen, pero para que la excusa tenga peso hace falta un mínimo de coherencia y no que varíe según el resultado. Si de todos los premios que entrega FIFA el menos mensurable es el de mejor entrenador, de todas las excusas para no asistir la menos glamourosa es la de asumir haber perdido de antemano. Es preferible usar como excusa el catering que suicidarse de orgullo, como si tener un premio fuera a cambiar en algo las propias capacidades o Borges dejara de ser Borges por no haber ganado el Nobel.

Alguien podría argumentar que mi desdén por los premios individuales en futbol son puro resentimiento. Que los relativizo porque nunca tuve ni la más remota posibilidad de tener uno. Esa falacia se desmonta fácilmente. Estuve a centímetros del Balón de Oro un día que Figo me invito a comer a su casa. Me acerque a la estantería aprovechando los típicos minutos de desconcierto que se producen en cualquier sobremesa, entre el postre y el café, y lo vi ahí, brillante, sobre la base incrustada de cuarzo. Cuando me vi reflejado en la superficie dorada escuche el susurro de Gollum: "Mi tesoro, mi precioso". "Lo queremos Santi, lo necesitamos. Ellos nos lo han robado. Esos engañosos hobbits de France Football". Lo revelador, lo patológico, hubiera sido pensarlo en serio.

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