‘Fair play’
El honor mancillado del deportista de élite es una herida profunda para la patria que le nutrió
Tal vez por la fascinación que producen las grandes gestas deportivas, tal vez porque en el talento, la fuerza y la entrega de los deportistas vemos modelos a emular o quizá tan solo por esa facilidad natural que tiene el deporte para emocionarnos, lo cierto es que, de pequeños, era más fácil identificarnos con Maradona, Jordan o Carl Lewis que con Felipe González o Alfonsín. Quiero decir que, puestos a elegir entre un futuro como ministros de Fomento, presidentes de Merrill Lynch o jugadores de fútbol, no habríamos dudado un pestañeo.
Y tal vez sea ese heroísmo proyectado, esa idealización grabada a fuego en la inocencia de la infancia, la que hace que muchos, ya de adultos, se sientan amargamente traicionados si un deportista no está a la altura de lo que se espera de él. Como si hubiera una deuda personal y eterna por haber generado una ilusión, las expectativas trascienden lo deportivo. Se espera que sean referentes morales todoterreno y se debate a qué hora se van a dormir, si se tomaron dos tragos de más, si se saltan el ceda el paso o si arrojan colillas en la vereda. Algo así como un contrato que el deportista nunca firmó, pero que debe aceptar porque se incluye en el paquete de normas de pertenencia al Valhalla deportivo.
Si aplicáramos de adultos los valores de nuestra infancia, seríamos más estrictos con quienes no saben jugar limpio
Lance Armstrong ha ocupado los últimos días un enorme espacio en todos los medios de Occidente por su presunto dopaje. La noticia, rebotada en artículos de opinión, foros de internet, redes sociales y charlas ubicuas, ya convirtió al estadounidense en un paria del deporte. Más allá de que Armstrong no dio positivo en ningún control oficial, la sospecha es suficiente para que pierda también sus siete títulos del Tour de Francia y cargue el resto de su vida con el peso de la condena social.
No tengo la más mínima intención de justificar con estas palabras a Armstrong, que eligió dejar de defenderse, ni ningún caso de dopaje, flagelo que condeno con firmeza. Simplemente, pretendo señalar la asimetría con la que se juzga y se condena socialmente (en este caso, también deportivamente) a distintos actores sociales. Los deportistas, que mientras dura la carrera pasamos por infinidad de controles antidopaje y no podemos tomar siquiera un Frenadol para cortar un resfriado, no contamos con la presunción de inocencia en casos de positivo, en los que la carga de la prueba se invierte (no podría ser de otra manera porque, si no, sería casi imposible sancionar). Aun si luego el deportista demostrara su inocencia (nótese la diferencia entre demostrar la inocencia y demostrar la culpa), la mancha pública sería indeleble. El honor mancillado del deportista de élite es una herida profunda para la patria que le nutrió y la sociedad desata sobre él la tormenta catártica inigualable que produce la desilusión.
Sin embargo, quienes manejan los hilos del mundo político y financiero, sujetos que con sus decisiones afectan a la vida cotidiana de millones de personas, parecen inmunes a todo. A lo sumo, si sus errores (por no decir delitos) fueron muchos y groseros, se van a casa a esconder su vergüenza tras una suculenta indemnización. Después del colapso de la economía mundial, no hemos visto, a excepción de Madoff, a ningún banquero preso ni a ningún político obligado a descolgarse una medalla o a devolver una pensión de privilegio.
Que ninguno de nosotros soñara de niño con ser Madoff no debería excusarnos. El día que expongamos de forma individual las licencias éticas de quienes manejan los bancos (y los funcionarios públicos encargados de controlarlos) con la pasión que cuestionamos y exponemos la de los deportistas quizá logremos que sus reglas sean tan duras como las que regulan las competiciones de alto rendimiento. O, mejor dicho, si aplicáramos en el mundo adulto los valores sagrados de nuestra infancia, seríamos seguramente más estrictos con quienes de jugar limpio no saben nada.
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