Las dos almas de Londres
Los británicos pasan de rechazar todo lo suyo a considerarlo lo mejor del mundo
Los Juegos Olímpicos de Londres 2012 nacieron sin padre ni madre: cayeron de la nada para gran sorpresa de los londinenses. Nadie había prestado demasiada atención a una candidatura que parecía poco más que un proyecto virtual: hermosos despliegues infográficos que mostraban la transformación de un erial posindustrial de Stratford, en el deprimido Este de Londres, en un frondoso jardín salpicado de instalaciones deportivas. Hasta el contaminado y moribundo río Lee parecía hermoso en las pantallas de los ordenadores.
Pero Londres ganó y el 6 de julio de 2005 la plaza de Trafalgar estalló en un grito de júbilo por la llegada de los Juegos. La euforia duró poco. Al día siguiente de la designación estallaron cuatro bombas en el sistema de transporte público de la capital británica. De repente, los Juegos volvieron a ser lo que habían sido antes: un inconveniente.
En los siete años transcurridos desde entonces, el debate olímpico ha tenido sobre todo tintes negativos. Los londinenses han visto casi siempre el vaso medio vacío. Los atentados del 7 de julio azuzaron el miedo al terrorismo olímpico. La prioridad económica se centró en reducir al máximo el gasto público en el proyecto, especialmente después de los fiascos del Milenium y del nuevo Wembley. Los vecinos solo pensaban en cuánto les subirían los impuestos y cómo se dispararía el precio de la vivienda en torno a Stratford.
Las instalaciones se han construido dentro del plazo y del presupuesto, sí, pero ¿valdrá la pena soportar el caos de gente y de tráfico durante los Juegos? ¿Para qué tantas incomodidades? ¿Por qué hay que reservar carriles especiales para los coches de la familia olímpica si los hemos pagado con nuestros impuestos?
Cuando la organización sacó a la venta los primeros lotes de entradas y estas se agotaron en apenas unas horas, se armó un escándalo monumental. En vez de celebrarlo como un augurio de que los Juegos serían un éxito, porque hay pocas cosas más deprimentes en el deporte que un estadio vacío, la prensa empezó a denunciar que millones de británicos se iban a quedar sin localidades. Los problemas con la seguridad han dominado las polémicas del tramo final, quizás con mejores argumentos que las anteriores. También, aunque con menos fuerza porque no se le puede echar la culpa a nadie, el miedo a que la lluvia y el frío de los últimos meses acaben llevando los Juegos al fracaso.
Pero los Juegos no van a ser un fracaso, salvo que realmente caiga el diluvio universal, Londres se colapse, el metro no funcione o haya un sangriento atentado terrorista. Serán un éxito porque los británicos tienen dos almas. La primera les lleva a rechazar todo lo suyo. La segunda les lleva a creer que eso mismo que rechazan es lo mejor del mundo. Los mismos que llevan siete años renegando de los Juegos se envolverán ahora en la bandera para convertirlos en los mejores de la historia. Porque es la misma gente que un día critica el absurdo sistema hereditario de la monarquía y al siguiente se echa a la calle para celebrar los 60 años de la reina en el trono. ¿Que llueve? ¡Qué más da! También llovía, y de qué manera, cuando estaban en la orilla del Támesis contemplando el paso de mil barcos en honor de Isabel II.
El alma autodestructiva de Londres se ha paseado durante siete años por la capital. El alma nacionalista se está ahora acicalando para convertir su ciudad en la más guapa del mundo. Al menos, hasta que se clausuren los Juegos.
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