Guardiola y Hamlet
El azulgrana no deja de pensar y pensar. Le da vueltas a todo y se lo cuestiona todo
“Esto ante todo, a ti mismo sé fiel”
—De Hamlet, William Shakespeare
Al margen de la avalancha de elogios que ha desatado el adiós de Pep Guardiola en todo el mundo se han oído algunas voces discrepantes, entre ellas la de un veterano columnista deportivo del Independent de Londres llamado James Lawton. Embelesado admirador del fútbol del Barcelona, Lawton argumenta que Guardiola es una especie de desertor. Mantiene que con su salida del club ha evadido la difícil responsabilidad de reconstruir el Barça y que, si fuera más hombre, se fijaría en el ejemplo de Alex Ferguson, que ha armado cuatro equipos diferentes durante sus 26 años al frente del Manchester United.
Lo que no tiene en cuenta el amigo Lawton es que Guardiola es diferente. Lo normal, lo que se espera de los entrenadores, es que vivan, coman y respiren fútbol, y que su hambre de trofeos sea insaciable, hasta que la muerte los separe.
Uno de ellos —el prototipo— fue Bobby Robson, un hombre que entrenó a Guardiola cuando este era jugador. A mediados de los noventa le diagnosticaron un cáncer cerebral. Robson entró en el despacho de un cirujano que le explicó con escalofriante detalle en qué consistiría la operación para extirparle el tumor. Tendrían que entrar por la boca, abrirle un agujero en el paladar y, a través de un túnel excavado en el centro del cráneo, ir a la caza de la masa cancerosa. Lo habitual en estas circunstancias, contaría después el cirujano, era que el paciente se desmayara, o que se pusiera a llorar, o que se quedara petrificado. Robson, no. Miró al cirujano y le preguntó: “¿Cuándo podré volver a entrenar?”.
A diferencia de Robson o de Ferguson, Pep es indescifrable, mientras que ellos no tienen matices
Más que un enfermo de cáncer, Robson fue un enfermo del fútbol. Guardiola también lo es. Si no, no hubiera ganado 13 trofeos en cuatro años. Pero la diferencia entre él y Robson —y Ferguson y todos los demás— quizá sea que él es consciente de ser un enfermo, él es capaz de mirar más allá del fútbol, de la victoria y la derrota en el campo y por eso ha llegado a la conclusión de que le vendría bien intentar superar su adicción, o al menos de vivir un período de convalecencia para evaluar si realmente quiere o puede dejar la droga y, si descubre que no puede, pues a volver a entrenar y asumir su destino con renovada claridad y convicción.
Hacemos estas especulaciones plenamente conscientes de que pueden estar absurdamente alejadas de la realidad. Guardiola es el entrenador más enigmático que hay. Quizá la diferencia más grande entre Guardiola y los Robson y los Ferguson es que él es indescifrable mientras que ellos son sencillos de interpretar. Él es complejo; ellos no tienen matices: lo que se ve es lo que hay.
Guardiola es Hamlet. No deja de pensar y pensar. Le da vueltas a todo y se lo cuestiona todo. Está clarísimo desde el comienzo del primer acto de la obra de Shakespeare que Hamlet tiene que vengar la muerte de su padre. Está escrito y él lo sabe. Pero durante los siguientes cuatro actos, hasta el desenlace mortal de la última escena, intenta negárselo a sí mismo. Lo intelectualiza todo; se rebela contra lo obvio, lo previsible; su cerebro está en constante conflicto con su corazón. Hasta que el corazón gana la batalla.
Esta, al menos, es una interpretación del personaje de Hamlet. Se han hecho muchas más a lo largo de los últimos 400 años. El personaje de Guardiola da, y dará, para mucho análisis también. Incluso, se supone, para bastante autoanálisis durante el exilio que se ha decidido tomar. Leerá, observará el mar y las montañas y reflexionará sobre la vida y la eternidad. Quizá opte por irse un día a un cementerio a conversar con una calavera. Pero solo será una etapa, un interregno. Quizá pase un rato por el país de Shakespeare, o por el de Dante, pero tarde o temprano volverá a su Dinamarca, a su Barça. Por más que lo rehúya, no lo podrá evitar. Su destino se impondrá. Está escrito.
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