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ENTRE FANTASMAS
Columna
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Viaje sin retorno

Si un jugador interrumpía voluntariamente con su mano la trayectoria de un balón dentro del área propia, el árbitro podía optar entre verlo o no verlo

Cristiano Ronaldo, durante el partido contra el Betis.
Cristiano Ronaldo, durante el partido contra el Betis.José Manuel Vidal (EFE)

Dicen que ya podemos viajar a Marte, pero no volver. Al parecer, la supervivencia en el planeta rojo estaría garantizada, más o menos, durante 20 años. Sin regreso ni sanidad pública, por supuesto. Ni fútbol. Procopio se lo estaba pensando. “Serán los chinos los primeros en ir”, pronosticó el mozo de pocilgas; “como se parecen unos a otros, podrán simular que han vuelto los que han ido y se han quedado”.

Craso error. Los chinos se diferencian entre sí mucho más de lo que una persona sensata y de sentido común, redundancia made in Rajoy, se distingue de otra cuyo sentido común la convierte en síntoma inequívoco de la vulgaridad predominante. Desde la granja de cerdos en Laponia, Procopio se apiadaba de la estulticia humana y, con porcina ternura, exclamó: “¡Qué buenas personas son los cerdos!”. Si no fuera por el fútbol televisado de cada día, donde Cristiano Ronaldo hendía el aire raudo como Mercurio y golpeaba al galope la bola o Messi era equiparado a Picasso, a Mozart y a Dios, el hastío de este mundo de chamarileros haría que Procopio sopesara seriamente lo de ir a Marte para no volver.

Pero ¿cómo? Los renos voladores de Santa Claus andaban más renqueantes que la plantilla de Guardiola y los veterinarios de Laponia se mostraban, sin desdoro, tan desalentados como los médicos del Camp Nou. Descartados los trineos y emulando al barón de Münchhausen en su bala de cañón, cabría cabalgar alguno de los pelotazos de Cristiano Ronaldo a balón parado con el consiguiente peligro de acabar incrustado en la superficie rocosa del planeta Marte. Pero Procopio era reacio a perderse la final de la Copa del Rey entre ese Barça que había descuajaringado al Bayer Leverkusen y ese Athletic de Bielsa, apabullante vencedor en Old Trafford. Tampoco quería renunciar al seguimiento de una Champions entre el segundo mejor Real Madrid de todos los tiempos, imparable líder de la Liga en juego, y el primer mejor Barça del mundo, Messi mediante. Por otra parte, temía encontrar en Marte un macrocomplejo de evasión y blanqueo de dinero negro acorde con las enmiendas a la reforma laboral impuestas por el magnate estadounidense Sheldon Adelson y pergeñado a la medida de las Vegas madrileñas, tan vehementemente soñadas por Aguirre & Botella como precavidamente encaradas por un Florentino Pérez atento al precedente y la competencia que supondrían para su galáctica urbanización del Bernabéu.

Sería necio que un árbitro renunciara a modificar con un pitido el acontecer y diera por bueno lo que vieron los demás

Más allá de la regresión a benefactoras especulaciones y sus terrenales consecuencias, Gina Pi lo había previsto en su día: “Convertiremos la Luna en un basurero y Marte en un paraíso fiscal”. Esas y otras cuestiones hicieron que Procopio se resignara a seguir viviendo en una granja de cerdos. A menudo, conversaba con el porquero. Era, por cierto, un juez venido a menos. Según él, salvo en el uso del mandil en vez de la toga, su actual profesión no difería tanto de la anterior. Consistía en separar los cerdos malos de los cerdos buenos. Tamaña simpleza era disculpable en un juez porquero que reclamaba para los árbitros de fútbol la misma infalibilidad papal que atribuía a los magistrados. Si un jugador interrumpía voluntariamente con su mano la trayectoria de un balón dentro del área propia, el árbitro podía optar entre verlo o no verlo y pitar o no pitar, dependiendo del color de la camiseta del infractor o de una divina inspiración, tanto daba. Sería necio que un árbitro renunciara al poder que le confiere modificar con un simple pitido el acontecer y diera por bueno lo que vieron los demás.

La mirada de los otros, incluida la imagen repetida o la opinión escrita, no marca ni anula goles y, dicho sea de paso, esos otros que tan displicentemente llamamos “los demás” nunca se pondrán de acuerdo en lo que han visto. Así que, desde el punto de vista del porquero, no existían errores arbitrales, sino hechos irreversibles que generaban victorias o derrotas gracias al veleidoso manejo de un silbato con las propiedades mágicas de la lámpara de Aladino.

Se daba la circunstancia de que Procopio conocía la mafiosa identidad de Aladino y la pretendida magia de su lámpara. Pasados dos meses más en Laponia, inesperadamente, recibió carta de Gina Pi. Tres Catorce Dieciséis le informaba de que, en la actualidad, el viaje tripulado de la Tierra a Marte tardaría unos 450 días y, teniendo en cuenta que un año dura 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos, estaba dispuesta a pagarle el vuelo sin retorno porque Aladino había averiguado su paradero. Prometía tenerle al corriente, con señales de humo, del desenlace de la Copa y de la Champions, ya que el de la Liga lo daban por supuesto. Persuadido, Procopio rompió la carta y, tras despedirse de los cerdos y del porquero, se fue para no volver.

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