"Gracias al gol"
Boca le regala una portería a Palermo, que se despide del fútbol en activo en un emotivo homenaje en La Bombonera
"¡O me tiran o me voy a la mierda!", les gritaba el portero a sus adversarios. Tenía el pelo medio teñido de un rubio platino y amenazaba con quitarse los guantes y abandonar el partido. El entrenador, Carlos Bianchi, había puesto a sus jugadores a jugar en campo reducido para que se entretuvieran un rato, para que se quitaran la presión, en el último entrenamiento antes de la final de la Copa Intercontinental de 2000. El invierno había caído sobre Tokio y el sol de la mañana no calentaba lo suficiente. Así que Martín Palermo, el goleador de Boca, portero improvisado en uno de los equipos, se pasó el entrenamiento llamando a gritos a los jugadores que lo atacaban. Pidiendo un remate en contra que le calentara el corazón: "¡O me tiran o me voy a la mierda!".
En 2000, Palermo era conocido como El Loco. Era un chico excéntrico al que nadie parecía tomar muy en serio. 11 cursos después, con 37 años, es una leyenda viviente del fútbol argentino. Un futbolista misterioso, tan vulgar fuera del área como sensible para interpretar con genio creativo los caminos que conducen al gol. Ayer por la noche, en La Bombonera, después del partido contra Banfield (1-1), Palermo se despidió del fútbol. La hinchada de Boca participó entregada de uno de los homenajes más bellos que se han vivido en una chancha argentina.
De pie en medio del campo, envuelto en un plumífero para combatir el rigor húmedo de la noche porteña, el músico Andrés Ciro Martínez interpretó el himno nacional con un solo de harmónica mientras las tribunas lo acompañaban tarareando la melodía. Palermo se bañaba en sus propias lágrimas. Se abrazó a su padre, Carlos, un viejo líder sindical de los astilleros estatales, y a su madre, María, y después cogió el micrófono sin haber pensado muy bien en el discurso: "Es difícil decir algo cuando se tienen tantas cosas en la cabeza. Estoy muy agradecido por todo el cariño, por tantos años juntos, por tantas victorias, por tantas tristezas, por el gol... El gol me dio la posibilidad de expresarme dentro de una cancha para sacarles una sonrisa...". La multitud lo interrumpió con un clamor: "O-le-le, O-la-la, Palermo es de Boca, de Boca no se va...".
La megafonía anunció que el club había resuelto regalarle una portería. Unos operarios pasaron a serrucho los palos del arco y se lo llevaron en un tractor. "Para que lo pongas donde querás", dijo la voz del animador. Carlos, el padre, dijo: "Es un momento triste y feliz al mismo tiempo. Después de todo, Martín pudo cumplir su sueño. Demostró que podía ser futbolista".
Su torpeza para manejar la pelota inspiró todo tipo de suspicacias desde que debutó en el Estudiantes de la Plata en 1992. Uno de sus primeros entrenadores, Miguel Ángel Russo, intentó ser sincero con él: "No estás para ser jugador. Estás para cortar el césped". Su traspaso al San Martín de Tucumán, de la Liga Nacional B argentina, se frustró por detalles administrativos. Hasta que en el torneo Apertura de 1995 comenzó a destaparse su extraña habilidad para meter goles. Goles con la zurda, con la derecha, con la cabeza, algunos maravillosos. Jugó en Boca, pasó por el Villarreal y el Betis alternando lesiones con desorientación, y regresó a Boca. Al cabo de su aventura, Palermo hizo mucho más de lo que su padre, Carlos, había imaginado. Marcó 297 goles en 608 partidos. Se convirtió en el goleador histórico de Boca y en un verdugo implacable de River. Entre medias, Joaquín Sabina le compuso un guiño musical: Dieguitos y Mafaldas.
Su último gol a River, un globito fabricado de cabeza, templado, para que la pelota pasara por encima Carrizo, el arquero, fue su último gran regalo a la hinchada xeneize. También fue una síntesis de su maestría: cuando el clásico se disparataba entre arranques apasionados, en el fragor del área, en medio de rechaces que parecían descontrolar la jugada, ese hombre al que, hace mucho, llamaron Loco, fue el único que tuvo la serenidad suficiente para resolver el problema con sencillez.
En el invierno de Tokio de 2000, después de seis meses de baja por lesión, tras atravesar una crisis de puntería, y tras un entrenamiento en el que ejerció de portero, Martín Palermo hizo los dos goles de la final de la Copa Intercontinental ante el Real Madrid. Iker Casillas fue testigo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.