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Reportaje:FÚTBOL | Semana de clásicos

Crónica de un pueblo

La rutina del seguidor del Atlético se asemeja a la de una especie que debería estar en extinción

Acaba un partido en el Vicente Calderón. Uno cualquiera. Casi lleno, como es normal, y otro fracaso en el césped. Ante cualquiera. Es la rutina vital del seguidor rojiblanco, una especie que debería estar en extinción ("¿Papá, por qué somos del Atleti?") pero, contra toda teoría evolutiva de Darwin, sigue creciendo como un virus contestatario. Gozar de las derrotas, sentirse en la posesión de una verdad: la sentencia que supone que al éxito se llega por la vía del sufrimiento.

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El pueblo rojiblanco, que probablemente vive contra el madridismo en una proporción de 10 a 1 en la capital de España, se cita cada dos jornadas para psicoanalizarse en común. Terapia de grupo. Y en el momento del adiós, de la salida del templo, miles de fieles se encaminan a sus hogares maldiciendo por lo de siempre: el árbitro, el propio equipo (se es del Atleti por la camiseta, pero no es aconsejable serlo por sus jugadores), la directiva, el empedrado, la fatalidad de una elección de cuna. Esto sucede cuando pasa el entumecimiento de la derrota. Mientras, ser atlético es único, sobre todo en la derrota, que es cuando más se eriza la piel. Algo de masoquismo tiene.

Y van en manada, cabreados ahora (ya acabó el partido) con el Ayuntamiento y las limitaciones militaristas de aparcamiento en la zona del Manzanares. Y cuanto más se alejan del estadio/embrión se van dispersando, siendo fagocitados por lo madridista que todo lo invade. La camiseta rojiblanca desaparece por un manto encima, la bufanda se guarda oportunamente, la parafernalia colorista se convierte en gris. Como la vida en la urbe. Y ahí, la masa se queda en lo individual.

Fagocitados

La gran ciudad, como si de "Berlin Alexanderplatz" (Alfred Döblin) o "Manhattan Transfer" (John Dos Passos) se tratara, se encarga de disipar las señales de humo y de que brille lo galáctico. O sea, el imperial Real Madrid. Los edificios son blancos, los coches, las rayas de los pasos de cebra y mil iconos más. Para el rojiblanco no es algo casual. Es intencionado. Es una confabulación que le reafirma en su sentir.

Esta percepción, este sabor agridulce, es el que marca la personalidad del pueblo rojiblanco, unido ante la adversidad (no hay unión posible en lo que no existe, la gloria). Son los atléticos habitantes de una aldea tipo la de Astèrix, rodeada. El problema, el eterno problema, es que la Galia madridista suele asaltar sin despeinarse lo rojiblanco. Ya sean sus mejores jugadores, sus esperanzas, sus momentos de gloria. No hay pócima mágica para estos esforzados que ven la cruda realidad sin espejo esperpéntico: la de estar siempre por debajo del odiado enemigo. Y encajar, encajar y encajar. Como el boxeador decrépito camino de la lona.

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