Japón hace llorar
Los anfitriones se despiden del Mundial tras caer frente a Turquía en los octavos de final
Se esfumó el sueño nipón y el país se regó de lágrimas. De golpe y porrazo, Turquía, un equipo sin rango alguno, devolvió a la cruda realidad a los japoneses, que tenían grandes planes.
Su etiqueta de anfitrión y varias décadas inyectando dinero en una Liga profesional en la que se ganan su última pensión algunos dinosaurios europeos y suramericanos no le han servido para dar un paso más allá de octavos.
Sin Francia y Argentina a la vista, Japón se veía al borde una autopista hasta las semifinales, con peajes ante equipos aparentemente asequibles, caso Turquía, que llevaba casi medio siglo sin aparecer por un Mundial y Senegal, un debutante. La evidencia ha sido otra: los japoneses aún están un escalón por debajo. Les faltan horas de vuelo para picar alto en una competición tan elitista, en la que una buena tropa de modestos lleva siglos revolcándose por el fango. Incluidos los vecinos surcoreanos. Éstos tienen una Liga con menos mercadotecnia y sus futbolistas que acampan por Europa no tienen tanta fanfarria mediática a su alrededor, pero no hay que olvidar que son el conjunto asiático con más participaciones mundialistas. Además, la selección japonesa no ha tenido ese punto de alegría y atrevimiento que Guus Hiddink sí ha sabido transmitir a Corea.
Frente a los turcos el equipo de Troussier jugó mal, rematadamente mal, y fueron notables las múltiples carencias del equipo, que pretende jugar a mil por hora cuando sólo tiene tres o cuatro futbolistas con cierta soltura. Los demás intentan hacer de forma vertiginosa lo que no son capaces de realizar al paso. De esta forma el juego escapa a su control, porque la pelota se desgobierna una y otra vez, con el desgaste físico que ello supone para los nipones, que se machacan hasta la extenuación. La fogosidad local resultó un estímulo para los turcos, siempre a gusto en partidos embarullados, de esos que se dirime por la vía sanguínea más que por la futbolística. Como tienen más horas de vuelo también supieron sacar mejor provecho de esos pequeños detalles que tantas veces marcan las diferencias. Y así ocurrió a los once minutos, cuando Koji Nakata, el peor de los Nakatas, regaló un córner absurdo, fruto de su torpeza técnica.
Con el lanzamiento el balón llegó llovido al área, el portero japonés se perdió en el bosque, unos defensas se apartaron, otros se fueron al suelo sin motivo y Hakan Unsal remató como en un entrenamiento ante figurantes de madera. A Japón le restaban 80 minutos por delante, con las gradas alborotadas, empujando sin parar, pero no tuvo más respuesta que una falta lanzada por el brasileño nacionalizado Alex que escupió la escuadra derecha de Rustu. De Álex, un chico habilidoso que maneja bien su pierna izquierda, y de Inamoto, que intentaba poner orden donde sus compatriotas sembraban el caos, partió lo mejor de Japón, que no fue gran cosa, desde luego, pero sí mucho más que lo que dio de sí el equipo en el segundo tiempo.
En el descanso, Troussier, un iluminado, les castigó con el banquillo y dejó sin depósito a su selección, incapaz todo el periodo de tirar un centro con un poquito de veneno, de lograr que alguno de sus torpes delanteros cazara un remate, por torcido que le saliera.
Mientras todo el país se angustiaba, Turquía, con lo justo, simplemente echando un pulso en cada jugada, se vio donde llevaba soñando estar desde hace casi medio siglo. Desde que en 1954, tras decidir la FIFA un sorteo para desempatar a turcos y españoles, un bambino italiano llamado Franco Gemma clasificó a los otomanos para su primer y único Mundial hasta el presente. Un presente que despierta dudas en Japón, donde habrá que observar atentamente si el regalo de la FIFA forzará el despegue definitivo de este fútbol, o la sentida derrota de ayer cerrará las cortinas durante años.
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