Con el ‘maillot’ y a mesa puesta, en la ría que une Galicia con Asturias
Este pueblo de indianos y comerciantes ofrece arquitectura modernista para los calmados, rutas en bicicleta y en canoa para los más activos y pescados salvajes y marisco para todos en su parador, donde reponerse tras la pateada o el ejercicio físico
La pieza de rodaballo es grande (es salvaje), pesa tres kilos, y a la mesa del parador de Ribadeo (Lugo) llega, ya convertido en pescado blanco, un lomo de 220 gramos hecho a la plancha, acompañado de unas verduras poco cocidas, al dente dicen los italianos. La carne de este pez plano carente de escamas es compacta y jugosa, la grasa urge a extraer con la pala el siguiente filete. Se sabe que habita en el Atlántico Noroeste, aunque también se pesca en el Cantábrico. Hace puerto en O Celeiro (Lugo), lonja de la que se abastece el restaurante del parador, donde una galería formada por ventanales consigue que se sienta muy cerca la ría de Ribadeo –o del Eo, como la llaman en la orilla asturiana, pues este estuario separa las dos regiones–. Por sus aguas –ese día de marzo había marejadilla– navega en canoa Miguel Pérez, un guía que lleva a los visitantes por cuevas y les habla de vientos y mareas, y de la posición del sol, y de un galeón de 1597 que yace en el fondo, y les cansa (físicamente) para que el rodaballo, pero también la merluza y el bonito de Burela, sepan a lo que tiene que saber un pescado en Galicia, y de vacaciones.
Dentro del parador
Delante de un rape relleno de verduras se expresa Antonio Graña, el director del parador de Ribeiro. Cuenta que muchos clientes visitan la comarca lucense de A Mariña, que abarca el concello de Ribadeo y 15 más, por la gastronomía: “Es zona percebeira y hay muchas pulperías. Todo lo que sea mar”. Y no se olvida de la ternera rubia gallega, que se ve rosa en la carnicería cuando el animal es joven. También menciona la huerta, pero ya más para el verano. “Tocamos todos los palos”, resume en uno de los sofás de la cafetería, a la que acuden clientes de Reino Unido que van recorriendo otros paradores, como el de Fuente Dé o Cangas de Onís. Las comilonas –porque en Galicia lo rico tiene que ser abundante– se entremezclan con la práctica de deporte. Es verdad que llueve, pero cuando está nublado se monta muy bien en bici. Y cuando sale el sol –y sale– hay que lanzarse al agua.
Pérez, un asturiano en Galicia, fundó hace 22 años la empresa de actividades al aire libre Ciento Volando. Guarda las bicicletas y las canoas en una caseta al lado del puerto de Ribadeo, desde donde comienza la actividad acuática. “El mar te envuelve, te relaja. Es lo que hace que pase el tiempo y no te des cuenta”, afirma este guía de montaña titulado para explicar a continuación que si viene una ola hay que encararla con la proa para no ir contra las rocas.
Actividades para todos en un entorno natural
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En esta ruta marítima no hay peligro –las embarcaciones son grandes y tienen una cámara de aire, es muy difícil que vuelquen–, pero le gusta mencionarlo por seguridad y para que los clientes liberen adrenalina. Es un paseo en canoa, tranquilo y sencillo de ejecutar, pero también hay diversión. El mar es el mar y es cambiante. Se llega a calas a las que solo se accede en estas embarcaciones y se atraca en la playa de Arnao, donde se baña el que quiere, y vuelta al embarcadero, ya con el viento del norte redoblando el esfuerzo de los brazos y los hombros. Entre dos y cuatro horas dura la salida, el tiempo preciso para terminar antes de comer. Dos clientes del parador han pedido un arroz con bogavante, extraído el crustáceo vivo de un acuario ubicado a las puertas del comedor, que anuncia lo que va a llegar a la mesa.
En Rinlo, un pueblo marinero a 7 kilómetros (o 22 minutos en bicicleta) de Ribadeo, se sirve también ese arroz caldoso con lubrigante, como se llama al bogavante en Galicia. Bugre, le dicen en Asturias. Por Rinlo, por este antiguo puerto ballenero que mantiene sus casas de pescadores de antes –es bonito porque no ha sufrido intervención y porque no ha salido de ningún cuento, la aspereza no se idealiza–, se pasa en la ruta costera que traza Pérez y a la que se suma Graña, el director del parador, que saca su bici de una cochera que este antiguo albergue de carretera ha habilitado para el cicloturismo. 27 hoteles de los 98 que forman la red de Paradores están acondicionados para moverse en bicicleta.
—Me he quedado cortado y no ha sido fácil alcanzaros.
Una llamada de teléfono ha provocado que Pérez, el guía, pierda al pelotón. El trayecto, 30 kilómetros ida y vuelta desde el parador hasta la playa de las Catedrales, puede resultar un paseo relajado –el mar apenas se pierde de vista– o puede convertirse en una etapa ciclista. El camino alterna tramos de tierra con otros de asfalto, repechos y paradas, todas las que se quiera, para sacar una foto a las cetáreas de Rinlo, tres piscinas naturales de agua salada en las que se cultivaba marisco “para que aumentara su tamaño y se vendiera en Navidad, cuando más se pagaba por él. Los meses previos estaba vetada su pesca”, explica Graña. La actividad de engorde de crustáceos finalizó en los noventa, hoy son los críos los que utilizan esos ollos (ojos) en la piedra como recreo.
Pérez, ya a rueda, suministra agua al resto, es el líder y el gregario. Alquila las bicis, cuenta con una furgoneta de apoyo para los clientes que solo quieren realizar en bici el trayecto de ida y explica que al cargadero de mineral de Ribadeo llegaba el hierro de las minas de A Pontenova listo para embarcar en naves con bandera alemana e inglesa durante la primera mitad del siglo XX. “Tampoco hace falta abrumar con información”, afirma Pérez, que aun así no rehúye ninguna pregunta, que organiza rutas de senderismo en las montañas de Oscos (enfrente, en Asturias), que sabe dónde encontrar oro (nadie se va a hacer rico) y quiastolitas (una piedra valorada en joyería), que se sumerge en el agua con los visitantes más atrevidos, en lo que él llama vadear la costa –donde baten las olas se pescan doradas y sargos con arpón y sin botella de oxígeno.
Se trata de estar arropado por un profesional del lugar mientras suben las pulsaciones en la bici y baja la tensión después en la habitación del hotel por estar cerca del mar. “Te pones en la galería de la habitación a leer y se te pasa la tarde que ni te enteras”, cuenta Graña. “El parador siempre ha sido un lugar de reunión para la gente del pueblo. Desde el casco urbano es difícil ver el mar. Nosotros tenemos las mejores vistas”, presume, porque es el director y porque está en lo cierto.
Salvador, Mariluz y Enrique recomiendan
Del parador sale una senda de dos kilómetros a lo largo de la costa que te lleva hasta la ensenada de las Aceñas (unos molinos hidráulicos). También se puede ir desde el agua en canoa a esta zona arbolada en la que se abrigan garzas, patos y otros pájaros.
Salvador Díaz-Echevarría
Jefe de Recepción 38 años en Paradores
Desde el monte de Santa Cruz, a donde se sube en romería el primer domingo de agosto, se ve toda la ría. Arriba hay una capilla, un merendero, un bar que está abierto todo el año y un monumento al gaitero gallego. Queda a tres kilómetros del parador.
Mariluz Moirón
Gobernanta 33 años en Paradores
Cuando hay temporal, las olas baten y caen encima de las casas del pueblo marinero de Rinlo, que se encuentra de camino en una ruta que va desde el faro de Isla Pancha hasta la playa de las Catedrales. Este antiguo puerto ballenero se ubica en la ensenada de Areosa.
Enrique Rocha
Camarero 21 años en Paradores
Ya de vuelta de la playa de las Catedrales –los que quieran también pueden ir en autobús desde Ribadeo por un euro y medio, incluido el pase necesario para acceder a este monumento natural restringido en Semana Santa y verano– se divisa la Torre de los Morenos, una casa modernista de 1918 que se eleva sobre el resto de las edificaciones, de cuando regresaban los indianos de América, que exhibían su fortuna en forma de coches, relojes de oro y viviendas de lujo. Eran benefactores (financiaron la construcción del cementerio o del alumbrado) y ostentosos, cuenta Begoña García, la responsable de la oficina de turismo de Ribadeo.
150 años antes también había ricos en Ribadeo, un puerto comercial de gran importancia en el Cantábrico durante la Ilustración. Las casas de los empresarios marineros contaban con un mirador acristalado sobre el tejado llamado gurugú, detalla García en un paseo por la antigua plaza do Campo: “Servía para advertir la llegada de barcos cargados de mercancías, los propios y los de la competencia”, cuenta. Los buques partían con vino y aceite y regresaban con cáñamo y lino de los países bálticos. Venida a menos la actividad portuaria, hoy el trajín corre a cargo de los visitantes que llegan en coche y en avión. Atraídos por las temperaturas suaves todo el año, apunta el director, y por el rodaballo salvaje y el marisco que descargan los barcos en los puertos de la Mariña lucense.