De vacaciones en un lugar de paso
El espectáculo de ver 7.450 grullas sobrevolar las Tablas de Daimiel, la visita a una granja de ovejas manchegas y el parador de Manzanares, un antiguo albergue de carretera abierto desde 1931, convencen al viajero para que lo que iba a ser una paradita en La Mancha se convierta en una larga estancia
Justo 10 minutos después de que se ponga el sol en el parque nacional de las Tablas de Daimiel (Ciudad Real), la primera bandada de grullas se aproxima a la zona de encharcamiento procedente de la dehesa. Una hembra –siempre una hembra lidera el grupo, la que asume el mayor desgaste– aletea, planea y vuelve a aletear para crear una corriente de aire ascendente. A ella se van incorporando más grullas que generan otras corrientes, lo que les permite ahorrar un 40% de energía en su camino hacia el agua. El espectáculo visual reside en el tamaño de estas aves migratorias (2,20 metros de envergadura), en la escasa altura a la que vuelan (15 metros) y en la cantidad de ejemplares (7.450) que durante media hora cruzan este humedal en busca de un refugio donde pasar la noche –si el zorro intenta atacarlas, el chapoteo funciona como una alarma–. Al día siguiente, 10 minutos antes del amanecer, las grullas abandonan con el plumero gris desplegado en la cola la tablilla de agua de vuelta a la dehesa, donde seguirán comiendo bellotas para regresar con el doble de peso (6,5 kilos) al norte de Europa una vez haya terminado el invierno.
Esta salida al campo es una de las actividades que pueden realizar aquellos que alarguen su estancia en La Mancha, una región atravesada por la autovía de Andalucía y considerada muchas veces solo un lugar de paso. Al menos desde 1931, cuando abrió el parador de Manzanares –entonces, un albergue de carretera–, los escasos turistas de la época (eran de élite, los primeros en desplazarse en coche) paraban a dormir y comer y proseguían su marcha. Casi un siglo después de la apertura, el parador atrae aún al mismo tipo de cliente de paso y también al de negocios; pero cada vez más, gracias a excursiones como a las Tablas de Daimiel o a las Lagunas de Ruidera, la visita a una granja de ovejas y la consiguiente explicación de cómo se elabora el queso manchego o el recorrido por un cortijo que muestra cómo vivían sus habitantes, los viajeros llegan temprano a Manzanares y se van tarde al día siguiente, o al otro.
Dentro del parador
La directora del parador, la gallega Lilian Ferral, enseña como si de su casa se tratara este hotel ubicado a dos horas de Madrid y a dos de Córdoba. Aunque ha acometido varias ampliaciones, conserva el edificio original, cuando era un albergue de ocho habitaciones. Los arquitectos Carlos Arniches y Martín Domínguez idearon en los años veinte del siglo pasado unos moteles de estilo racionalista con formas geométricas puras. Los automovilistas rodeaban un círculo al llegar, que resultaba ser el comedor, y paraban delante de una marquesina triangular, la entrada al alojamiento. Dentro aguardaba una chimenea semicircular de ladrillo. El albergue contaba con taller, había un médico residente y dependencias aparte para el chófer y el mayordomo. Proyectaron 12 en España. Muchos fueron cerrando. El de Manzanares sigue abierto convertido en parador y es el mejor conservado, donde mejor apreciar esa arquitectura de ladrillo y mampostería, donde ver reflejado el trabajo de lo que se llamó la Generación del 25, licenciados en la Escuela de Arquitectura de Madrid: “Delante del restaurante había un jardín. Se buscaba que la naturaleza invadiera el hotel”, relata Ferral.
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Cómo sacarle el máximo partido al entorno del parador de Manzanares
Las vacaciones en La Mancha están dominadas por el campo. La empresa Destinos Manchegos se encarga de organizar visitas a las Tablas de Daimiel. Jesús Pozuelo y Luis García-Luengo, los guías, recuerdan que el parque nacional tiene agua porque se ha llenado con la procedente de pozos. “De lo contrario, estaría seco”, aseguran. Y se ha llenado para dar cobijo al porrón pardo, un pato buceador pequeño. El 68% de su población en toda la Península (30 aves) vive en este humedal. “¡La cantidad de vida que creamos con un poquito de agua!”, apunta García-Luengo mientras planta el telescopio en la tierra. “Si hay pato colorao, el emblema del parque, hay charas, las algas del fondo; y si hay charas, hay alimento”, resume. Las tablas, cuyo nombre atiende a “tablillas de agua”, encharcamientos de poca profundidad (“si te tiras es más probable que mueras descalabrado que ahogado”, bromea García-Luengo, con ese humor costumbrista de la zona), permiten que la luz del sol llegue hasta el lecho, donde crecen las charas, que oxigenan el agua y lo limpian. Esto no es Formentera, pero sí es la posidonia manchega.
Unas pasarelas de madera salvan los encharcamientos y llevan a los visitantes a un bosque de tarayes, un árbol pesado que se troncha con facilidad y que deviene en unos gigantescos matorrales de troncos retorcidos. La visita alterna el paseo, la parada y la charla. Una furgoneta eléctrica realiza el traslado a la dehesa y a la zona inundada. Todo se prepara para el atardecer. Esto tampoco es Ibiza, pero la luz y las texturas del cielo sorprenden a los nuevos. La llanura es eterna y el sol está muy lejos, pero se ve muy grande y muy rojo. “Escondeos detrás de la furgoneta. Si las grullas os ven, cambian de dirección”, advierte Pozuelo sin afectación. Son gente de campo enseñando lo que llevan toda la vida viendo y haciéndolo con sencillez y cercanía, con mucho conocimiento pero sin apabullar: el visitante respira, está al aire libre en un lugar que no esperaba que le fuera a reconfortar tanto. Un trompeteo indica la aproximación de los primeros ejemplares.
Paradores recomienda
Manzanares cuenta con tres museos. El del Queso Manchego, el de Sánchez Mejías, un torero que murió en el pueblo y al que Lorca dedicó un poema, y el de Manuel Piña, un reconocido modisto manzanareño. Y el que quiera, puede pasar a mi casa y le enseño uno no oficial: el de álbumes de cromos de fútbol.
Julio Jareño
Oficial administrativo 21 años en Paradores
En invierno, a partir de las 8 o 9 de la noche, se realiza una actividad de observación de estrellas en el parque nacional de las Tablas de Daimiel. La guía explica el cielo, se observa la Luna, Júpiter y Saturno. Es una hora y media a la intemperie, también se camina, no solo es parado.
Patricia Nieto
Jefa de Recepción 8 años en Paradores
Una ruta en bicicleta desde Manzanares hasta Siles, una zona a 10 kilómetros donde antes se celebraba la romería del pueblo. Se pasa por Moral, que cuenta con una posada y su plaza es bonita, merece la pena parar. Se transita por un camino rural llano, una excursión apta para ir con niños.
Francisco José Bellón
Jefe de Mantenimiento 5 años en Paradores
Tabla de quesos manchegos
Una perra suelta se abalanza contenta sobre su dueño, Lorenzo Chacón, nada más bajarse este del coche en la granja de 1.800 ovejas que tiene su padre en Bolaños de Calatrava. Chacón, de 25 años, dejó Ciudad Real, dejó la carrera de Diseño Gráfico y se volvió al campo. Se hizo quesero. Antes de enseñar su obrador, de donde salen piezas de tres kilos con las características rayas de la corteza del queso español más internacional, explica el proceso de obtención de la leche y señala una trituradora del tamaño de un tractor con la que preparan la alfalfa y la cebada, el alimento de los animales. “Es la Thermomix de aquí”, bromea.
Quesos Cabesota, un acrónimo de los dos motes familiares (cabezón, el padre, y sota, la madre), es la marca que ha creado. Este padre de un hijo de cuatro meses cuenta que la leche de oveja tiene el doble de proteínas y de grasa que la de vaca y que él no está dentro de la DO Queso Manchego porque quiere hacer las cosas a su manera. Y a su manera no implica menos calidad. “El proceso importa más (las manos, las cámaras que utilizas, el trato dado) que la materia prima”, asegura. Sus quesos son artesanos. Los hidrata con aceite de oliva en el proceso de cepillado, uno a uno, para retirar el moho que crece en la corteza, un moho bueno que ayuda a definir el sabor, les da personalidad.
Su hermana, que gestiona la tienda contigua al obrador, ha preparado una selección para realizar una cata. “Es una degustación. Es comer queso”, corrige para que la liturgia quede reducida a probar el trozo más suave primero y el más fuerte el último. “Está todo inventado en este mundo”, afirma, restando importancia para, acto seguido, anunciar que está pensando en crear un cheddar manchego, el mancheddar.
Un portón de madera y la niebla de la mañana generan expectativas en bodegas San Ricardo, un cortijo donde se elaboraba vino desde mediados del siglo XIX y que, tras la restauración llevada a cabo por la anticuaria Maribel Migallón y su marido, es hoy un oficioso museo en el que conocer la forma de vida de los manchegos. Se trata de un ejercicio de conservación de 103 tinajas de barro de Villarrobledo (Albacete) y de la cultura de una zona vinícola, donde se llegó a construir un apeadero para transportar el vino en tren. Migallón, en un espacio contiguo a la sala de degustación –donde acaba la visita–, muestra un fresco de la batalla de Valdepeñas (1808) en la Guerra de Independencia y señala el espacio donde descansaban los animales. La actividad dura tres horas. Pero es fácil que se prolongue. Los manchegos tienen todo el tiempo del mundo para convertir su tierra en un destino de vacaciones. También en primavera, cuando la grulla se ha marchado, pero llega la carraca, un pájaro procedente de África con plumaje azul turquesa y añil que anida en las Tablas.
CASTILLA-LA MANCHA, EN 8 PARADORES